martes, 2 de febrero de 2021

EL DOLOR DE UN ONOMÁSTICO


Era ya una tradición: cada 2 de febrero, la familia celebraba con tamales y champurrado el “santo” de la madre, abuela y bisabuela y por eso sus hijos, sus nietos y bisnietos, esposo, nueros y nueras y amistades cercanas, se reunían en la casa de la agasajada donde, entre abrazos de felicitación, risas y bullicio le deseaban  lo mejor en ese año y los demás por llegar.

Unos días antes, como siempre lo hacía, se le veía atareada preparando la carne de pollo, de res y de cerdo, así como la masa y los ingredientes necesarios en la preparación de los tamales. Las más de las veces una o dos de sus hijas le ayudaban a envolverlos, pues pasaban de 200 los que destinaba para ese día de su onomástico.

Con cuidado los guardaba crudos en el refrigerador y el mero día la estufa se encargaba de cocerlos y listo. Cuando llegaban a felicitarla los recibía con tamales calientitos y un vaso del inevitable champurrado. A cambio, sus familiares y amistades le correspondían con modestos regalos lo que aumentaba la felicidad de la anfitriona.

¿Cuántos años fueron de esa tradición? Me imagino que muchos tantos como los años desde que contrajo matrimonio y de eso hace un titipuchal de tiempo. Claro, cuando sus hijos crecieron y formaron sus propias familias, esa costumbre formó parte de la fidelidad y amor por su madre. Siempre la recordaban y más aún el 6 de enero, con la rosca de reyes y los “monitos”, que obligaban a quienes los encontraban en su trozo de pastel, a contribuir con tamales el día de febrero día de la virgen de la Candelaria.

Hubo años, sobre todo los más recientes, en que algunos se ponían de acuerdo y le daban la sorpresa de las mañanitas cantadas a capela o bien acompañadas de una guitarra. Y había que levantarse para brindarles café a los trasnochados. O bien, en las horas de la tamalada, un conjunto de cuerdas alegraba el ambiente y por supuesto en el corazón de la homenajeada.

Ella no era de risa fácil, estruendosa, pero en sus ojos húmedos y la actitud humilde eran las pruebas de su reconocimiento hacia una familia que le correspondía de esa manera a la entrega que hizo de sí misma en su afán de lograr la felicidad y el bienestar de la familia que formó.

Pero este año de 2021 no podrán agasajarla. Tal vez si se pudiera, tan solo un ramo de flores de su jardín y la presencia en el panteón donde descansa, sería el triste recuerdo de su onomástico, porque por culpa de la maldita pandemia que padecemos, las puertas del cementerio permanecen cerradas. Y aunque mañana una de sus hijas, Virginia, repartirá tamales que preparó al igual a como lo hacía su madre, ya no será lo mismo. Entre una alegría engañosa, siempre estará el recuerdo de ese ser querido e inolvidable que por la crueldad del destino nos abandonó cuando más hacía falta.

Cierto, en muchas partes del mundo se festeja a la virgen de la Candelaria y en nuestra ciudad no es la excepción. La virgen es la patrona de las islas Canarias ya que fue en la de Tenerife donde se apareció. Se venera en muchos países de Latinoamérica, entre ellos Bolivia, Colombia, Perú, Cuba y México.

Por eso ahora, cuando visitemos uno de los templos católicos de nuestra ciudad, elevaremos una plegaria por la que llevó el nombre de la virgen, un nombre que supo honrar guiando a su familia por el buen camino, ese que lleva a la felicidad y al amor.

Mañana, 2 de febrero, será un doloroso cumpleaños. Ese que se esperó con los anhelos de festejarlo, ya no podrá ser. Y ante la impotencia, siempre quedará el recuerdo de ese día en que se festejaba a mi querida esposa, Candelaria.

1º de febrero de 2021