viernes, 22 de mayo de 2015

Adiós a mi viejo hogar

En 1957, cuando me cambiaron del Valle de Santo Domingo a La Paz, mandé construir una modesta vivienda de material en la esquina de las calles 16 de Septiembre y Héroes de la Independencia, en un terreno propiedad de mi padre.

Ahí vivimos muchos años y ahí también nacieron mis hijas Virginia, Sandra Luz y Martha Patricia. A un lado se encontraba la casa de mis padres, don Agustín y doña Julia, por lo que las relaciones familiares fueron muy estrechas. En esos años, como nuestra vivienda se encontraba en las orillas de la ciudad, mis padres criaban algunas gallinas y engordaban cada año un cochino que después era sacrificado para hacer carnitas y chicharrones.

Con el tiempo las condiciones fueron cambiando. Llego la energía eléctrica y la tubería de agua potable, olvidándonos de los pozos artesianos y los molinos de viento. Llegaron también los inspectores de salubridad prohibiendo la cría de animales. En fin, que nuestra casa pasó a formar parte de la zona urbana de La Paz.

A inicios de la década de los setenta, aprovechando los créditos del ISSSTE solicité un préstamo y con él mandé construir una casa habitación más confortable en el mismo terreno de mis padres. La antigua casa se la regalé a mi hermano Ricardo quien durante muchos años, en compañía de su esposa María del Refugio la conservó y rehabilitó. Por cierto, como no tuvieron hijos su tiempo lo destinaban a criar pájaros de todas clases: canarios, cenzontles, periquitos del amor, cardenales, palomas y hasta un loro estridente.

Pero como todo en la vida, una día falleció “la tía Cuca” como le decían cariñosamente mis hijos. En mi libro de crónicas “Narraciones de ayer y de hoy” incluí una dedicada a ella, que titulé “Mi cuñada Cuca y los pájaros”. Mi hermano, entrado en años y enfermo, se deshizo poco a poco de esas hermosas aves y también, una mañana dejó de existir.

Cuando pasaba frente a mi antiguo hogar los recuerdos volvían entrelazados con momentos de alegría y de tristeza. Unos años atrás todavía se encontraba en la esquina un pequeño local donde vendíamos raspados y golosinas. En la Casa Ruffo comprábamos las esencias y los jarabes los preparaba mi esposa, mientras que mis hijos Guillermo y Agustín iban por el hielo a la fábrica del “Patón”.

Ahí, en el corredor de la casa velamos a mis padres, fallecidos los dos por enfermedades en ese entonces incurables. Ahora ellos descansan en el panteón de los San Juanes. Al igual que Guillermo, el mayor de nuestros hijos y de mi hermano Ricardo y su esposa María del Refugio.

Se avivan los recuerdos porque desde hace varios días nuestro viejo hogar está siendo destruido. Por aquello de la modernidad poco a poco las paredes, el techo, las puertas y las ventanas van desapareciendo y pronto no habrá indicios de lo que fue: un refugio que albergó a una familia durante décadas.

Se me pasaba decir que esa casa, cuando mi hermano estaba muy enfermo, se la regaló a uno de sus sobrinos, Luis, en agradecimiento a los cuidados que tuvo con él durante sus largos meses de convaleciente. Fue un rasgo generoso del cual nosotros no hallamos motivos de protesta, aunque sí de sorpresa.

Pero el hecho no nos descorazona aunque, claro, por aquello del sentimentalismo hubiéramos preferido que esa modesta vivienda se rehabilitara, que su jardín que tenía árboles frutales y plantas de ornato se conservaran, en fin, que se materializara el recuerdo por todo lo que significó para los que habitamos en ella.

Es por eso del nombre de esta crónica. ADIÓS A MI VIEJO HOGAR.


Mayo 22 de 2015.

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