miércoles, 16 de marzo de 2016

Compañeros de dormitorio

Fue hace muchos años, más de cincuenta. En un mes de septiembre, las autoridades educativas del entonces territorio, me comisionaron como maestro rural a la comunidad de San Salvador, un lugar localizado a la altura del poblado de Santa Rita, en el kilómetro 157 de la carretera transpeninsular.

Para llegar tenía que ir bordeando un arroyo a lo largo de veinte kilómetros, por una brecha apta solamente para picaps o camiones. Al cabo de una hora se llegaba a San Salvador que estaba en una meseta con casas construidas de ladrillo y techos de teja colorada.

Eran cuatro y según me platicaron las construyó el gobierno con el fin de establecer una guarnición militar que vigilara toda esa amplia zona de posibles incursiones de grupos extranjeros. Cuando llegué allí solamente la poblaban el subdelegado de gobierno, don Aurelio Montufas y su familia y otra más por un ranchero del lugar cuyo nombre se me escapa. La tercera casa estaba destinada al maestro y la última era una construcción grande construida quizá para almacén, pero que se había destinado para la escuela.

Al llegar, el señor subdelegado me llevó a la pequeña casa que me servirìa de estancia, mientras me decía: --“Por aquí hay muchas salamanquesas, pero no les tenga miedo, no hacen dañó”. Yo tenía una vaga idea de que eran como lagartijas hasta que por la noche las vi entre las vigas del techo.

Confieso que esa primera noche casi no dormí. Además de ser blancas y transparentes y con unos ojos negros que resaltan en la oscuridad, emiten una especie de canto corto de manera intermitente. Aunque era una noche calurosa, esa vez descansé con la sábana cubriendo todo mi cuerpo,

Con el paso de los días me acostumbré a ellas y les agradecí que se comieran las arañas, moscas y otros insectos que tuvieron la mala suerte de invadir mi habitación. Y todo iba bien hasta que…

Como es costumbre en la mayoría de los ranchos, las casas aunque tengan puertas no las cierran, por comodidad o porque no temen que alguien se meta a hacerles daño. Por eso, todos los días cuando estaba atendiendo a los niños en la escuela, dejaba la mía sin cerrar confiado en la honradez de los habitantes del lugar. Y además porque eran muy pocas mis pertenencias: unas tres mudas de ropa, un quinqué, dos o tres libros y un foco de mano. Además una cama de tijera, dos sábanas, una cobija y la almohada correspondiente. Como verán, nada de gran valor.

Y así transcurrieron tres o cuatro días. Pero por las noches yo escuchaba un ruidito en una pila de ladrillos que alguien colocó en una esquina de mi cuarto. Al principio no le di importancia, pero como el ruido era constante me llegó a preocupar y por eso lo platiqué lo que dio por resultado que dos vecinos del rancho se ofrecieran para retirar los ladrillos y ver que ocasionaba el mentado ruidito.

Con alguna desconfianza fueron retirando las piezas y, de pronto, una culebra se escurrió entre sus piernas y se escapó a través de la puerta. Pasado el susto —yo me encontraba de mirón— uno de los amigos exclamó:” lo bueno que era culebra, porque si hubiera sido víbora y de las malas, --se refería a la cascabel-- nos hubiera mordido”.

Cuando retiraron todos los ladrillos encontraron el nido en que dormía cómodamente mi compañera de cuarto. A partir de ese día procuré cerrar la puerta, no fuera ser que la culebra volviera a visitarme. Preferí la compañía de las salamancas que, justo es decirlo, son inofensivas aunque por su constitución translúcida causan un poco de repulsión. Pero uno a todo se acostumbra. Digo.

Un año duré en la comunidad de San Salvador. Lo suficiente para darme cuenta de que es una zona donde proliferan los alacranes güeros y las tarántulas de gran tamaño, ya que es un terreno pedregoso. Y por las orillas del arroyo, entre los breñales los ofidios entre los que, seguramente convivía mi amiga, la culebra.

Marzo 12 de 2016.

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