lunes, 26 de diciembre de 2016

Amor a la tierra

Cuando escribí esta crónica me acordé de la novela de Pearl S. Buck conocida como “La Buena Tierra”, obra que, por cierto, la hizo merecedora al premio Pulitzer en 1932. Es el relato de una familia de campesinos chinos y de sus tenaces esfuerzos por conservar la tierra que le fue heredada.

En 1964, después de un movimiento popular que pedía un cambio en la gubernatura del entonces Territorio de Baja California Sur, el presidente Gustavo Díaz Ordaz designó al licenciado Hugo Cervantes del Río, a quien por sus dotes oratorias dicen que la gente de Todos Santos le endilgaron el sobrenombre de “El pico de oro”.

Hombre carismático, de gran experiencia política por haber ocupado altos cargos en la administración pública y civil por añadidura,  el nuevo gobernador realizó un intenso programa de trabajo durante los seis años que duró al frente de los destinos de la entidad.

Aunque se esforzó por hacer realidad la sentencia de que “la hora de Baja California Sur ha sonado”, lo cierto es que las limitaciones presupuestales y la falta de apoyo de las dependencias del gobierno federal, le impidieron lograr con más amplitud sus propósitos. Aún así, atendió en la medida de lo posible los servicios públicos; en su período se construyó el hospital Salvatierra y se terminaron los tramos carreteros La Paz-San José del Cabo y el de Ciudad Constitución-Loreto.

Las personas que integraron su equipo de trabajo lo catalogaron como un funcionario de recio carácter, no obstante su apariencia física y su tono amable al hablar. Uno de sus directores que sintió en carne propia los desfogues de sus enojos, opinó que salvo el uniforme, los civiles tenían iguales tamaños que los militares. Así debió haber sido la regañada.

Pero como lo que comienza tiene que terminar, llegó el día en que Cervantes del Río tuvo que despedirse del pueblo sudcaliforniano, para dar paso al nuevo gobernante ese sí, nativo de corazón, el ingeniero Félix Agramont Cota quien estuvo al frente de la entidad en los años de 1971   a 1975.

Cuentan que la despedida que le hicieron los agricultores del Valle de Santo Domingo fue emotiva, pero nada del otro mundo. Lo que le dio trascendencia y que quedó grabado en el recuerdo de lo anecdótico, es el regalo que casi a lo último le entregó don Isidro Rivera, viejo luchador por el desarrollo agrícola de esa zona.

Con modestas ropas de trabajo, en las manos rugosas su inseparable sombrero de palma y la sonrisa abierta para todos, don Isidro se acercó al hombre que se despedía y le entregó una pequeña caja de cartón, diciéndole:”Licenciado, a nombre de los campesinos de este valle, de los hombres y mujeres que luchan a diario por conservar y hacer producir esta región de México, le hacemos entrega de este regalo, para que nunca nos olvide…”.

Cervantes del Río lo abrazó, le dio brevemente las gracias y procedió de inmediato a abrir el modesto obsequio. Le llamó la atención el peso del mismo y se imaginó que eran frutas o algún tipo de semillas producidas en su rancho. Por eso, grande fue su sorpresa cuando se dio cuenta que la caja contenía solamente tierra, ese material común, que sin embargo es fuente generadora de vida, y para las familias de esa región, la razón primaria de su existencia.
Estos pensamientos cruzaron centelleantes por el cerebro del homenajeado y eso fue causa que, de pronto, sintiera como nunca antes, la identificación con esa masa de personas, con su lucha tenaz, desesperada a veces, pero siempre insistente en hacer producir la tierra como fuente de vida.

Era, en su más clara esencia, el amor a la tierra, la nuestra, la sudcaliforniana.

Diciembre 24 de 2016.

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