jueves, 23 de julio de 2020

LA COMPAÑERA DE SIEMPRE

Va para cuatro años cuando compré un terreno rústico en el fraccionamiento llamado Los Bledales, rumbo a Los Planes, a unos cuatro kilómetros de la ciudad. En esos años había un entusiasmo por adquirir terrenos en esa zona elevada, como un medio para salir del ajetreo y la vida cotidiana que produce efectos de claustrofobia. Eran lotes grandes de 2,500 metros cuadrados, aunque algunos tenían menos.

Cuando mi esposa me acompañó para conocer el terreno me dijo: “Si quieres cómpralo”. Poco a poco sembramos algunas plantas de sombra y frutales. Y durante esos años los árboles crecieron regados pacientemente por ella.

Establecimos un rol de visitas —miércoles y sábado por la tarde— y eran raras las ocasiones en que no me acompañaba, debido a las dolencias de su pierna derecha que le impedía caminar bien. Pero las más de las veces renqueando y apoyada en un bastón, se esforzaba para ir conmigo a regar y limpiar la finca.

Después de transcurrir un año le insinúe: “¿Y si construimos aquí una casita modesta donde podamos dormir un fin de semana y regresarnos al día siguiente a la ciudad?”. Cande se me quedó mirando y con una media sonrisa comentó: “Me parece bien, aunque estará aislada y podemos correr peligro”. La mandé construir de material y le puse por techo lámina acanalada. Las ventanas y las puertas las hizo mi hijo Juan Pedro. Lo extraño es que nunca dormimos en ella por motivos que no recuerdo.

Mandé construir una pila de cinco mil litros y después otra con la misma cantidad debido a que los piperos llevaban en sus vehículos diez mil y no querían dejar menos. De esta forma pudimos regar los treinta árboles que sembramos al principio, cuidando un poco más los frutales.

Por cierto que mi esposa alcanzó a saborear las guayabas y las ciruelas, aunque no le hacía el feo a las ciruelas de la india. Y yo le prometía: “Dentro de un año probaremos las naranjas y los mangos. Ella movía la cabeza afirmando, mientras provista de una manguera regaba la mitad de los árboles. Y así día tras día, durante cuatro años, me acompañó en mis viajes a la nueva propiedad.

Cuando se sentaba a mi lado en la camioneta se convertía en mi copiloto, avisándome cuando los topes se atravesaban en mi camino, pero a veces se le olvidaba y pum, el chasquido en la carrocería. Durante el trayecto platicábamos de nuestros hijos, de los nietos y bisnietos, así como de los sucesos de la vida cotidiana de la familia. Ella era un poco arrogante. Cuando me apresuraba a ayudarla a bajar del vehículo —era una Cherokee con llantas grandes— me miraba desafiante con esos hermosos ojos verdes que tenía, a la vez que replicaba: “¡Déjame, yo puedo sola!” y se resbalaba del asiento hasta llegar al suelo.

Por esos y otros detalles, la admiré y la quise mucho. Sabía, como yo, que nos queríamos sin demostrarle continuamente. El amor a nuestra edad no se expresa, se adivina y se siente. Basta una mirada, una sonrisa y una pequeña caricia en las manos o en la cara para comprender que el amor está ahí, un amor silencioso y profundo que los años nunca pudieron truncar.

La última vez que me acompañó a la finca sembramos cinco plantitas de maguey. Mientras las colocábamos en los huecos, Cande detenía sus tallos con una mano, mientras que con la otra me ayudaba a rellenar de tierra los espacios alrededor de ellas. “Te vas a estropear las uñas” le dije al verlas embarradas de lodo. “No le hace, al rato las lavo, al cabo que las uñas vuelvan a crecer”.

Y es que mi esposa, a sus años, tenía un no sé qué de coquetería. Regularmente se arreglaba las uñas de las manos y de los pies; iba a recortarse el pelo cuando se daba cuenta que lo tenía un poco largo; le gustaba estrenar vestidos y zapatillas aprovechando los regalos de sus hijas.

Dos días antes de morir, lucía sandalias nuevas y muy bonitas. “¿Quién te las regaló?” le pregunté sonriendo. ¡Estas las compré yo!, e hizo un mohín de posesión. Ya no dije nada.

Así era. Y ahora que ya no está con nosotros, me acuerdo de un poema de Pablo Neruda que en unos versos dice:

                   Ella —la que me amaba— cerró sus ojos… tarde.

                   Tarde de campo azul, tarde de alas y vuelos.

                   Ella —la que me amaba— murió en primavera

                   Y se llevó la primavera al cielo.


Julio 23 de 2020.

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