domingo, 18 de octubre de 2015

La ladrona de libros

Con motivo de su cumpleaños le regalé a mi hija Marta Patricia el libro “La ladrona de libros” que después lo reprodujeron en película. En su tiempo —hará unos  siete años— fue un éxito de librería y creo que hasta la fecha.

Es el relato de una niña de escasos ocho años que se introduce en la casa del alcalde cuando no hay nadie y se apodera de libros que después lee en compañía de un refugiado judío. Fue en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y la persecución de los judíos era incesante. La niña, Liesel Meminger, adoptada por la familia con la que vivía, después de un bombardeo queda abandonada y la esposa del alcalde le da su protección.

Me viene el recuerdo —guardada toda proporción— ahora que apareció la noticia de que una escuela preparatoria del municipio de Los Cabos tiró a la basura una cantidad apreciable de libros diversos, mismos que formaban parte de la biblioteca de esa institución. Los motivos se ignoran pero el hecho es a todas luces reprobable.

Aquí en La Paz sucedió algo parecido, en una institución educativa superior. Nomás que la explicación que se dio fue la de haberlos donado a otras bibliotecas. Lo cierto es  que un amigo mío, que había entregado para su resguardo varios de esos libros, protestó enérgicamente ante tal descabellada decisión.

El desprecio por los libros no es nuevo. Desde la época de la Inquisición, allá por el siglo XVI, la iglesia elaboró un índice, el Index Librorum Prohibitorum, de los textos que no debían leerse por ir en contra de los principios cristianos. Y a través de los años ese Índice les dio palo —los quemó— a los libros del Talmud, de astrología, los de Martín Lutero y vaya hasta los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, y no digamos los de Maquiavelo, Dante, Rabelais y Tomás Moro. Y en el colmo de la persecución hasta Fray Luis de León quien estuvo preso cuatro años, por desacato a la Iglesia.

Pero la Iglesia no era la única que cantaba mal las rancheras. En el inicio del nacional socialismo de Hitler, en la tercera década del siglo pasado,  el ministro de propaganda del partido nazi, Joseph Goebbels, ordenó el saqueo de bibliotecas y librerías y en desfile con antorchas —fue en la noche del 1.º de mayo de 1933— arrojaron a la hoguera más de 25,000 libros. Entre ellos estaba los de Albert Einstein, Sigmund Freud, Jack London, Ernest Hemingway, Lewis Sinclair y hasta los de Hellen Keller, la escritora norteamericana que superó sus deficiencia de la sordera y la ceguera.

Dicen los bien informados que cuando Goebbels oía hablar de cultura sacaba la pistola. Lo cierto que en esos años de la Segunda Guerra Mundial, los únicos textos permitidos en Alemania eran los dedicados al nazismo. Vaya usted a creer.

Y mire lo que son las cosas. Un día cualquiera, mi bisnieta Frida Yucari recogió unos libros que una persona ignorante arrojó a la basura. Me enseñó  algunos y cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta que formaban parte de una colección de grandes biografías editada por W. M Jackson, en 1954. De esa colección, valiosa en sí misma, conservo seis que compré hace muchos años a la estimada amiga Consuelo Montes López.

Los libros, como portadores del conocimiento universal, no se tiran a la basura. Lo mejor es regalarlos a los alumnos que se interesen por ellos, o donarlos a otra institución que los necesite. Pero deshacerse de los libros así como así, merece la repulsa de la sociedad.

Octubre 16 de 2105.

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