En el rancho Los Laureles
localizado a 40 kilómetros al oeste del poblado de San Pedro, la familia de
Enrique Romero Angulo y su esposa Patricia Verdugo veneran a San Judas Tadeo,
el santo de los perdidos, y le han construido una pequeña capilla en la parte
alta del terreno, frente a su casa.
Allí, en ese lugar, fue el punto
de concentración de un numeroso grupo de personas que acudieron el día 17 de
este mes de noviembre con el fin de emprender la búsqueda de mi hijo Agustín,
conocido familiarmente como Guty. Un día antes, por la mañana, tres cazadores,
Johan, Francisco el Piquín y él habían acampado unos quince kilómetros adelante
del rancho y se prepararon para la cacería. Esa amplia zona, aparte de dos
arroyos que la cruzan, es de vegetación alta y tupida. Además ese día estaba
nublado y se pronosticaban lluvias originadas por la depresión tropical
Raymond. Aun así se internaron en el monte en busca de venados. Después de
varias horas dos de ellos regresaron al paraje menos Agustín. Pasó el tiempo y
entonces lo buscaron pero no dieron con él. Al anochecer regresaron a La Paz y
dieron la noticia: ¡El Guty se había perdido!
Los días 17,18 y 19 recorrieron
la zona compañeros del club Gavilanes, antiguas amistades, familiares, miembros
de las policías estatal y municipal, del grupo Calafia, bomberos de El
Centenario, apoyados con vehículos de doble tracción y cuatrimotos. Incluso
brigadas entraron por el kilómetro 35, atravesando el rancho de Raúl Olachea y
la estación nacional de cría. Pero mi hijo no aparecía. Y mientras tanto en Los
Laureles Teresita su esposa y sus hijas Patricia y Valeria esperaban,
esperaban, mientras las horas transcurrían y la angustia crecía.
El día 19, por mañana, como a
las diez horas dieron la noticia: una avioneta de la Dirección de Protección
Civil del gobierno del estado, lo había localizado caminando en un ramal del
arroyo conocido como El Cenizo. Por coincidencia, cuando nos dirigíamos al
rancho en el vehículo de mi nieta Tania —la acompañaban mi esposa y mis hijas
Ana María y Marta Patricia— hicimos un alto en un guardaganado donde se
encontraba Patricia, la hija mayor de Agustín, quien en esos días había hecho
guardia para orientar a las personas que se dirigían al rancho. La encontramos
sentada al lado de su automóvil, resignada pero con la esperanza de que su
padre aparecería. Mis hijas la saludaron y en ese instante recibió una llamada
por su celular avisándole que su padre ya lo habían localizado. Ya se
imaginarán la sorpresa y después la alegría que nos inundó. Abrazos,
felicitaciones, mientras que en el interior del vehículo una madre conmovida
hasta las lágrimas daba gracias a San Judas Tadeo por haberla escuchado.
Llegamos al rancho con la
recomendación que detuvieran la búsqueda mientras esperábamos su rescate. Por
fin, como a las cuatro de la tarde nos avisaron que en un picap de Protección
Civil lo llevaban rumbo a La Paz por una brecha que entronca con la carretera
transpeninsular a la altura del kilómetro 35, conocido como La Virgencita. Regresamos
de inmediato a la ciudad, a la casa de Agustín, donde lo encontramos como se
dice “salvo y sano”.
Pero, ¿cómo fue que dieron con
Guty? Ricardo, un hijo de Luis Reyes, mi sobrino, platica los pormenores: “El
día 19, cumplido el protocolo de las 72 horas, la Dirección de Protección Civil
implementó las estrategias de la búsqueda y se apoyó en el ejército, la marina
y las policías del estado y del municipio de La Paz. En una avioneta donde iba
Carlos Godínez León, director de esa dependencia y Ricardo, invitado por conocer
la región, sobrevolaron la zona y descubrieron a Guty que iba caminado a través
del arroyo. Le hicieron señales para que ya no se moviera y regresaron al
aeropuerto donde ya los esperaba un picap de la misma dirección de Protección
Civil.
De hecho, fueron los primeros en
llegar al lugar donde se encontraba mi hijo, porque minutos después aterrizó un
helicóptero de la Armada de México que también lo andaba buscando. Examinaron a
Guty y lo encontraron en buenas condiciones de salud. Al preguntarle como sobrevivió
contó que comía ciruelas del monte y pitahayas. En cuando a la sed bebía agua
retenida en las hojas después de la lluvia.
Escuchaba los gritos y el sonido
de una bocina —era de un correcamino que conducía Miguel, un amigo de nuestra
familia— pero no pudo comunicarse con ellos. Por cierto, al tercer día
encontraron un lugar donde había dormido, incluso las huellas que dejó al
caminar por el arroyo. Con nuevas esperanzas recorrieron esos lugares pero no
lo encontraron y la noche —otra más— llegó.
Ahora, Agustín ya está al lado
de su familia. Los días pasados en soledad no se olvidarán no tanto él sino por
todos los que participaron en su búsqueda. Como mi nieto Leo que el tercer día
anocheciendo me dijo con lágrimas: No lo encontramos, abuelo. Y me dio un
abrazo desconsolado.
—Creímos que lo íbamos a
encontrar en malas condiciones físicas— me dijo Ricardo. Cuando me acerqué a él
lo primero que hice fue agarrar el rifle que tenía a un lado, le quité el
cartucho que tenía montado y le pregunté cómo se sentía. –Bien —me respondió— un
poco de agua no me caería mal.
Uno se pregunta: ¿después de
tres días con sus noches, que fue lo que lo alentó a seguir con vida? Creo, en
primer lugar, que fue su experiencia de andar en el monte. Por eso no se
desesperó confiado en que lo encontrarían. Pero, además, el mismo monte los
impregna de valor ante lo desconocido, los hace precavidos ante los peligros y
siempre tienen recursos ante situaciones imprevistas. Y ese fue el caso de
Agustín. Cuando todos temíamos por su vida, caminaba y caminaba buscando rutas
conocidas para llegar al paraje o a un rancho cercano.
—De pronto me perdí— confesó. Y
en esos momentos comenzó el drama. No cabe duda, mi hijo tiene los tamaños
suficientes para enfrentar esta clase de desafíos.