Vida y obra

Presentación del blog

A través de este blog, don Leonardo Reyes Silva ha puesto a disposición del público en general muchos de los trabajos publicados a lo largo de su vida. En estos textos se concentran años de investigación y dedicación a la historia y literatura de Baja California Sur. Mucho de este material es imposible encontrarlo en librerías.

De igual manera, nos entrega una serie de artículos (“A manera de crónica”), los cuales vieron la luz en diversos medios impresos. En ellos aborda temas muy variados: desde lo cotidiano, pasando por lo anecdótico y llegando a lo histórico.

No cabe duda que don Leonardo ha sido muy generoso en compartir su conocimiento sin más recompensa que la satisfacción de que muchos conozcan su región, y ahora, gracias a la tecnología, personas de todo el mundo podrán ver su trabajo.

Y es que para el profesor Reyes Silva el conocimiento de la historia y la literatura no siempre resulta atractivo aprenderlo del modo académico, pues muchas veces se presenta con un lenguaje especializado y erudito, apto para la comunidad científica, pero impenetrable para el ciudadano común.

Don Leonardo es un divulgador: resume, simplifica, selecciona una parte de la información con el fin de poner la ciencia al alcance del público. La historia divulgativa permite acercar al lector de una manera amigable y sencilla a los conocimientos que con rigor académico han sido obtenidos por la investigación histórica.

Enhorabuena por esta decisión tan acertada del ilustre maestro.

Gerardo Ceja García

Responsable del blog

sábado, 19 de septiembre de 2020

Mis padres, un recuerdo


 Un amable lector de mis crónicas me preguntó hace poco: “Oye, en tus artículos hablas de tu familia actual, pero nunca que yo sepa te has referido a tus padres y a tus hermanos; solo he leído referencias vagas de esa familia de donde procedes.

La pregunta del buen amigo me produjo inquietud porque en efecto, he soslayado ese aspecto importante de mi vida aunque, a decir verdad, el tiempo transcurrido ha menguado el recuerdo de ellos. Ahora lo hago, a sabiendas de que voy a hablar de una familia que hizo lo posible por sobrevivir debido a sus precarios recursos económicos.

Esta clase de familia, limitada en su alimentación, en su vestuario y la ausencia de relaciones sociales, vierte su pobreza en el cariño de sus integrantes como paliativo de sus carencias. De esta clase fue la familia de la que formé parte. Una madre, un padre y dos hermanos de la misma sangre. Otra hija procreada antes de relacionarse con mi padre, hizo su vida aparte pues se casó con un militar y se fueron a radicar a la ciudad de Guadalajara.

Ya he dicho en anteriores ocasiones que mi padre fue militar de bajo rango —a lo más que llegó fue a cabo de infantería— y eso lo obligó a cambiar de residencia continuamente. Mi madre lo acompañó convertida en soldadera y lo siguió siendo cuando nacieron mis hermanos Ricardo y Leonor y también cuando nací yo en los últimos años de su carrera militar.

Radicados finalmente en la ciudad de La Paz, vivieron en una vecindad que estaba en la calle Nicolás Bravo casi esquina con la Revolución. En esos años terminé la enseñanza primaria en una escuela cercana conocida como Ignacio Allende. Todavía cuando me fui a estudiar la prevocacional a la ciudad de Tijuana, ellos seguían viviendo en ese lugar.

Cuando al cabo de dos años regresé a La Paz, ya mi padre había adquirido un terreno en las orillas de la ciudad y construido una modesta vivienda de varas trabadas y techo de palma. Se mantenían con la pensión de mi padre y la ayuda de mi hermano quien trabajaba en una brigada perforadora de pozos de agua potable en comunidades carentes de ella. Después aprendió el oficio de peluquero y hasta el final de sus días fue el sustento económico de mis padres y también de su esposa. Por cierto, en mi libro “Narraciones de ayer y de hoy” incluí una crónica titulada Mi cuñada Cuca y los pájaros.

Con mi regreso aumentaron los gastos de la familia y ello motivó que buscara trabajo en la escuela industrial en el taller de carpintería para ayudar en parte a las necesidades de mis padres. Tenía la intención de permanecer en ese trabajo alejado de mis estudios. Pero como lo digo en otro de mis libros un joven que llegó de la ciudad y coincidimos en la escuela industrial —Óscar Valdez era su nombre— me convenció a terminar la secundaria.

Mi padre, además de su pensión, trabajó varios años en el servicio de limpia de la ciudad, pero fue dado de baja por su edad. El resto de sus años acompañó a mi madre ayudando en las faenas del hogar. El extinto periodista Carlos Domínguez Tapia lo conoció y tuvo la gentileza de incluir sus datos biográficos en su libro “Forjadores de Baja California.

Durante varios años mi papá mantuvo la costumbre de engordar un “cochi” y cuando lo sacrificaba eran días de fiesta, pues mi madre incluía en nuestra dieta platillos a base de carne del animal y chicharrones, además del estreno de ropa y zapatos gracias al dinero obtenido por la venta de la manteca y partes del animal. Eso era lo bueno, lo malo eran las madrugadas a fin de ayudar a la matanza del puerco, pero lo justificaba la animada plática de mi padre y sus gestos de alegría. En varias ocasiones mi hermano Ricardo era su principal ayudante.

Agustín Reyes Castellanos, mi padre, nació en el año de 1890 en el pueblo de Nochixtlán, Oaxaca y en ese mismo lugar se casó con mi madre Julia Silva, con la que tuvieron tres hijos Ricardo, Leonor y Leonardo. Cuando se casaron mi madre ya tenía una hija bautizada con el nombre de Anastacia, a quien por cariño le decían Chata. Él murió el 7 de diciembre de 1962 víctima de un mal cardiaco y está sepultado en el panteón de los San Juanes de esta ciudad de La Paz. Sobre su deceso un sentimiento de culpa ha permeado por no haber estado a su lado cuando dejó de existir. Eso fue debido a una gira de trabajo por el sur de la entidad por cuestiones sindicales. Cuando regresé al cabo de tres días de ausencia por tarde y llegar a casa lo encontré velándolo. Ante mi tremenda sorpresa, mi esposa con lágrimas me explicó “Se puso malo de repente y ni tiempo tuvimos de llevarlo al doctor. Allá adentro está mi suegra, ve a consolarla”. La encontré con un velo de tristeza que me impidió hablarle y solo la abracé y la arrullé como pude.

En el año de 1961 fui estudiante en la Escuela Normal Superior de Tepic, Nayarit y la maestra de Español Superior nos dejó de tarea un trabajo descriptivo. Lo guardo aún porque es un texto dedicado a mi madre y entre otras cosas escribí: “Terminaba el primer año de mi carrera de maestro, cuando llevado por problemas de carácter económico pensé en suspender mis estudios. A los 18 años de edad, tal vez por la juventud que anhela todo relacionado con su bienestar material, no se piensa en el futuro con la seriedad y objetividad del adulto. En ese momento creí que lo mejor era buscar un empleo que me ayudara a sostener mis problemas económicos y los de mi familia. Con esa idea fija en la mente, me acerqué a la buena mujer que hoy ocupa mi atención para comunicarle mi intención de ya no seguir estudiando. Ella escuchó en silencio las razones que apoyaban mi decisión. Levantó su mirada y entonces con palabras sencillas, plenas de ternura pero también de amarga realidad me dijo: “Como nosotros hemos vivido tú también puedes vivir. Es poco lo que yo sé, tú lo sabes perfectamente, siempre he lamentado de las pocas oportunidades de ir a la escuela. Mas no por ello considero que esto haya sido una desgracia dado que lo que no aprendí hoy lo están aprendiendo mis hijos, y eso justifica en parte mi ignorancia y me hace feliz. La pobreza eterna aliada de nosotros, ha sido buena al permitir que tú estudies para que te forjes un porvenir más placentero. Si ya no deseas estudiar trabaja entonces que bien se necesita tu ayuda; más nunca digas que tu familia ha sido la culpable de haber truncado el camino que seguías”.

 “Había tan grande sentimiento en su voz que comprendí al instante el error que pretendía cometer. No, no era solo yo el afectado. No era tampoco la solución de nuestros problemas económicos. Era algo más, era la satisfacción íntima, intangible, que se producía en el alma al ver superada la herencia familiar; era el orgullo al saber que sus descendientes no serían como ellos fueron, sino algo mejor, más cultos, más responsables, más comprensivos…”.

 “A veces me pregunto cómo es posible que una mujer tan sufrida, tan agobiada por el peso de los años, sea capaz aun de luchar valerosamente por su familia”.

Recuerdos de mi madre por todo lo que hizo por mí. Cuando enfermó, en el día de su fallecimiento, me llamó para decirme con su voz agónica: “Hijo, prométeme que no vas a convertirte en masón”. No sé quién se lo diría porque en efecto varios amigos, entre ellos un inspector escolar, me habían invitado a pertenecer a esa secta. La agarré de las manos y con las lágrimas resbalando por mi rostro le juré: “No tengas cuidado madre, jamás ingresaré a la masonería”. Ella cerró los ojos y musitó: “Gracias, hijo, Dios te bendiga por ello”.

Estuve a su lado hasta que murió y lo mismo lo hizo mi esposa que la quiso mucho. Hoy descansa en el panteón de los San Juanes y el epitafio dice: Julia Silva de Reyes, nació en 1896 y murió el 12 de noviembre de 1970. Descanse en paz.


Septiembre 19 de 2020.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Un libro de noventa años

Un libro de la historia de México también fue su cumpleaños este 2020. Es un texto que escribió el maestro Gregorio Torres Quintero en 1930 al que le dio el título de La Patria Mexicana, dedicada a los niños del tercer ciclo de enseñanza primaria. Lo editó Herrero Hermanos Sucesores, de la ciudad de México en esa fecha.

Este libro, resguardado celosamente en mi biblioteca, tiene una historia interesante. En 1935, en mayo para ser exactos, lo compró mi padre cuando estaba destacamentado en la ciudad de Tecate, en el distrito norte de la Baja California. Lo sé porque en una de sus páginas está su firma y la fecha de su adquisición.

Mi padre, como militar anduvo de la ceca a la meca. Después de permanecer varios años en Santa Rosalía —lugar donde por cierto nací en el año de 1930— estuvo en Tecate, Culiacán, Mazatlán y por último en La Paz, lugar donde se retiró del servicio activo de las armas. Y en todos estos lugares, con excepción de Santa Rosalía, el libro de marras lo acompañó.

Cuando terminé la carrera de profesor de educación primaria en 1950, mi padre me dio como regalo el libro, por cierto en buen estado de conservación. Lo leí y lo sigo leyendo por dos razones principales: es un buen recuerdo de él y razón de mi afición por conocer la historia de México. Quien conoce el libro sabe que es un texto magnífico, didáctico, que resume en breves lecciones con abundantes imágenes el acontecer nacional, desde los indios y su civilización hasta el término de la dictadura del general Porfirio Díaz. Contiene 498 páginas incluyendo el índice.

Algunos se preguntarán ¿quién fue Gregorio Torres Quintero? ¿Por qué escribió ese texto para los niños? La respuesta, al menos para los profesores en servicio, es que Torres Quintero ejerció la docencia durante gran parte de su vida. Originario de la ciudad de Colima —1866— inició su profesión de maestro a los 17 años de edad. Formó parte de los brillantes educadores mexicanos del siglo XIX, como Enrique Rébsamen, Carlos A. Carrillo y Justo Sierra.

Los viejos maestros lo conocimos porque fue el creador del Método Onomatopéyico que sirvió para enseñar la lectura-escritura a los alumnos del primer grado. En mi caso, lo utilicé en mis dos primeros años como maestro en el poblado Sebastián Allende del Valle de Santo Domingo.
Torres Quintero fue un notable pedagogo, además de ser historiador y poeta. Fue el creador de la Ley de Instrucción Pública y crítico incansable de los libros de texto como sustituto del maestro, porque siempre creyó que la imagen del docente era fundamental en la tarea educativa.

Bueno, pero regresando al libro que este año cumple 90 años de haberse publicado, hoy lo consulté con motivo del aniversario de la batalla contra los invasores norteamericanos en el Castillo de Chapultepec, y la valiente participación de los cadetes, quienes ofrecieron su vida defendiendo la soberanía de nuestro país.

El 13 de septiembre de 1847, fecha en que murieron los niños héroes, es recordada y de ella hace mención el libro del ilustre educador. Además de las imágenes de los cadetes incluye la estrofa de un poema de Amado Nervo que dice:

Como renuevos, cuyos aliños

un viento helado marchita en flor,

así cayeron los héroes niños

ante las balas del invasor.

En uno de los chubascos del siglo pasado, mi modesta casa se goteo y varios libros se mojaron, entre ellos La Patria Mexicana. Por esta causa está deteriorado —de por sí por el tiempo transcurrido— con la imagen de la tapa semiborrada, algunas páginas rotas y muchas quebradizas, pero aun así lo conservo ya que tiene la firma de mi padre, Agustín Reyes Castellanos. Su herencia me convirtió en un enamorado de la historia de nuestro país, historia que ha transmutado a la historia de Baja California, de la cual soy un divulgador persistente.

Recuerdos de un padre, de un libro y de los niños héroes de Chapultepec.


14 de septiembre de 2020.

domingo, 13 de septiembre de 2020

LOS 90 Y EL DUELO

 Este día, después de transitar por los vericuetos de la vida, llegué a los noventa años. Se dice fácil, pero atrás han quedado demasiadas vivencias, unas buenas y otras malas, las cuales han regido en ese largo tiempo mi existencia.

De hecho es un cumpleaños que tiene sus bemoles porque ¿a esta edad se continúan teniendo ambiciones, esperanzas?, ¿la decrepitud propia de la edad no imposibilitan los deseos, la euforia o las promesas que son propias de la juventud y la adultez?, ¿continuar viviendo con ayuda de los demás con medicamentos para los diversos males que afectan nuestro organismo?

A mi edad, vivir solo tiene un objetivo; vivir para los demás, es decir, que propios y extraños sepan de la presencia de un amigo o un ser querido el cual, durante muchos años, formó parte de sus amistades y unió, con lazos de amor entrañable a una familia.

Ese es mi caso, fuera de ello no hay más expectativa que esperar resignado a que la parca acabe con esta vida, al cabo que los años transcurridos bastan para decir adiós a este mundo. Pero no se equivoquen, tampoco voy a invocar a la muerte como deseo inevitable, dado que si mi vida se alarga otros años más, seguiré pensando lo mismo porque ese es el destino de todo ser humano. Aunque no dejo de pensar en la gran oportunidad que me dio la vida para realizar mis sueños, formar una familia de bien y dejar a la posteridad el recuerdo de mi nombre.

Nomás que este cumpleaños no fue como lo esperaba. Aparte de protegernos de los contagios del Covid-19, de la desaparición de miles de mexicanos por esta terrible enfermedad, una desgracia familiar sucedió hace tres meses: el fallecimiento de mi esposa motivado por una falla de su corazón.

Así es que, con el duelo originado por su partida, la celebración se contrajo a una comida ofrecida a nuestros familiares. Eso nomás, y las felicitaciones personales y de las amigas y amigos por medio del teléfono y del internet. Desde luego, no fue una reunión como las anteriores, pues todos estábamos conscientes de la falta de la madre y abuela, quien con su presencia resaltaba este festejo.

Sandra Luz, una de mis hijas, me dejó un recado el cual entre otras cosas me decía: “Papá, hoy, sólo por hoy, quítate el caparazón y cuélgalo en el clóset, probablemente te sientas mejor”. Al lado de este mensaje encontré un libro como regalo de la escritora Lucy Oliva titulado “Aceptar no es olvidar”. En la dedicatoria, la autora se dirige a las personas que han perdido a un ser querido y lo dice así: “A ti que estás sufriendo este dolor que te impide vivir plenamente… dejes de sufrir y disfrutes de su recuerdo”.

No he comenzado a leer el libro, pero me intrigó la frase “disfrutar de su recuerdo”. Según parece, experimentar bienestar, alegría o felicidad son suficientes para alejar el dolor o el sufrimiento causados por un caso como el mío. Pienso que se opone al disfrute la permanencia del recuerdo. Entre ambos términos está el duelo que a veces suele durar años en desaparecer. Como bien lo confiesa Savater al referirse a su esposa: “Porque créanme que la lloro todos los días, desde que murió hace increíblemente más de cuatro años, no he pasado ni una hora sin recordarla, ni un solo día sin derramar lágrimas por ella”

Y es por eso que el duelo es una pérdida que debe afrontarse y vivirse, aunque muchos, sobre todo los médicos, no comprenden el poder terapéutico que el duelo significa como si la nostalgia —dice el autor de la “Morada infinita”, Arnoldo Krauz— fuese dañina, como si la tristeza no sirviese, como si la melancolía fuese contraproducente. Como si el duelo no tuviera razón de ser”.

Hoy, ante la presencia de gran parte de la familia y con las precauciones necesarias ante la peligrosidad de la pandemia, por momentos sentí que mi esposa estaba con nosotros, disfrutando de la alegría por mi cumpleaños. Y es que no obstante el tiempo transcurrido, ella está conmigo como una sombra bienhechora que alienta mi angustiado corazón.

Y eso también me motiva a recordarla a través de mis artículos enviados a mi estimado amigo Gerardo Ceja García, quien los incluye en su blog. Me justifico al transcribir la opinión de un excelente escritor y periodista que dice: “Escribir siempre ha sido terapéutico. Desglosar lo desconocido o al menos intentarlo, es benéfico. Poco importa si tras las palabras iniciales se acumulan más y más dudas. Dudar es privilegio humano. Se escribe para uno, se trazan palabras para mitigar la neurosis, se escribe para aceptar la realidad y saber cómo y quién es uno. Escribir es un devenir y cuando se escribe sobre la muerte, se hace para entender como es la vida”.


12 de septiembre de 2020.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

CARTA A LA AUSENTE

 Ayer, amor, se cumplieron tres meses de tu ausencia. Nuestros hijos participaron en una misa a tu memoria que tuvo lugar en la catedral de Nuestra Señora de La Paz aunque, claro, en transmisión en vivo por motivo de la pandemia del Covid—19. Aquí estuvieron presentes Viky, Ana María, Chumy y a ratos Juan quien había llegado por la mañana a visitarme.

Al escuchar la misa, mis recuerdos volaron cuando los domingos me decías: “Ahorita vengo, voy a la capilla de María Auxiliadora, es la hora de la misa”. Y tomabas tu bastón y recorrías cuadra y media para llegar a la iglesia. Y es que siempre estuviste apegada a la fe cristiana. Lo demostrabas en nuestro hogar donde colocaste una virgen de Guadalupe en la sala, lo mismo en nuestra recámara con imágenes de santos, especialmente el Santo Niño de Atocha. Y guardabas con celo tus rosarios y los libros de oraciones.

Recordé cuando visitamos varias ciudades del estado y del país, recorriendo las iglesias y las catedrales dándome cuenta de la alegría y la devoción que ello significaba para ti. Te acompañaba con gusto, aunque sabías que no era muy afecto a estas manifestaciones religiosas. Ahora que ya no estás conmigo, será difícil que entre a un templo porque ir sólo, sin tu compañía, no me produce ninguna necesidad anímica.

Hoy, en la mañana, Viky me preguntó mis deseos para festejar mis 90 años de vida el próximo 12 de este mes de septiembre. “¿Qué se te antoja: mole, carne asada, pozole, menudo o sopa de mariscos?”. Mi respuesta la desilusionó cuando le respondí que no quería ninguna clase de agasajo, solamente la comida de siempre que ella prepara cada día.

Le expliqué ante su desencanto, que no podía convivir con la familia pues mi estado de ánimo y de sufrimiento me impedía estar con ellos. Y al no participar de su alegría era mejor dejar trascurrir mi cumpleaños como una fecha cualquiera. Así es que hemos dejado pendiente este asunto.

Lo cierto es que trato de superar este sufrimiento que me agobia día tras día. Por eso, cuando me visitan mis hijos o Martha y Carlos, trato de congeniar con su amabilidad hablando de las cosas cotidianas, de la pandemia, de la situación política y económica de nuestro país. Es como una terapia, ya que me hace olvidar momentáneamente que ya no estás con nosotros, Pero después de su despedida, llega de nueva cuenta a mi conciencia tu recuerdo y entonces la angustia y la desolación hacen presa de mí.

Por eso, ¿para qué festejar mi cumpleaños? Si muchas veces dijimos que lo celebraríamos, los dos viejos enamorados, tomados de las manos y la alegría reflejada en nuestros rostros. Pero eso ya no es posible porque tú no estás a mi lado, como lo habíamos soñado.

Son ya tres meses que han pasado y mi depresión no cede. Sé que este malestar, si continúa, es peligroso para mi salud y puede orillarme a decisiones graves. Y hago esfuerzos por librarme de ese tormento lo más pronto posible, aunque al lograrlo temo olvidarme de ti, alejarme de lo que fuiste en mi vida, de tu voz, de tu sonrisa de tu mirada, de tu amor.

Y recordarás que juntos íbamos a festejar también tu cumpleaños el próximo 20 de octubre, cuando cumplieras 82 años. Ahora ni lo uno ni lo otro.

Ese día tan solo habrá un ramillete de flores de tu jardín depositado sobre tu tumba, regada con las lágrimas de tu esposo y tus hijos. Ni modo, ese es el amargo camino marcado por el destino, sin poder oponernos. Mientras tanto el sufrimiento continúa y se refleja dolorosamente hasta que algo inesperado acabe con él.

Pero ya lo dije en ocasión anterior, debo dejar de sufrir al comprender que estás a mi lado, que jamás me has abandonado, que tu inmanente presencia alegrará los días o los años que me quedan de vida y así, sin importar los tiempos transcurridos, llegaremos al final unidos para siempre.

Septiembre 09 de 2020.

jueves, 3 de septiembre de 2020

EL OLVIDO Y LOS RECUERDOS

 A dos de mis crónicas recientes les he puesto el título “¿Cómo puedo olvidarte?” dedicadas a Cande, mi esposa, quien falleció el 8 de junio del presente año. Su muerte no fue resultado de la pandemia del Covi-19, sino de un paro cardíaco fulminante. Es por eso que nos dieron la oportunidad de sepultarla en el panteón de los San Juanes el mismo día que falleció.

Dice los que saben que el olvido es una acción involuntaria al dejar de recordar los sucesos humanos impidiendo de alguna manera los sentimientos. Que el olvido es una reacción al dolor causado por la pérdida de un ser querido, lo que permite continuar viviendo a través de los años.

La definición es válida hasta cierto punto, porque después de la muerte de nuestro hijo Guillermo hace ya 38 años, ese hecho ha permanecido en el subconsciente y aflora cuando llega la fecha de su nacimiento, el día que murió y la cercanía con sus hijas Martha y Adriana; o las veces en que los recuerdos de su infancia, su juventud y de su vida adulta como militar de carrera. Y entonces del subconsciente volvía de nueva cuenta el recuerdo y junto con él las lamentaciones por su ausencia.

Es muy difícil olvidar a pesar del tiempo transcurrido. Y más aún cuando el duelo por la esposa es reciente. Es un duelo que conlleva dolor, soledad y angustia que se oponen al olvido. Por eso, cuando un amigo al tratar de consolarnos nos dice “Olvida ya y sigue adelante” de seguro es la persona que no ha pasado por un trance semejante. O lo que es peor, sus sentimientos familiares adolecen de la falta de amor, carencia que les permite olvidar la pérdida de una esposa, hijos y familiares cercanos.

No es mi caso. Por ese amor que siempre le demostré a mi esposa —fueron 64 años de compartir nuestras vidas— el olvido jamás desaparecerá de los pocos años que me quedan de vida. Es más, he transformado el olvido en presencia y aunque me juzguen obsesionado, Cande permanece a mi lado cada momento, cada día en que la veo y platico con ella.

--Buenos días, viejita linda, ¿Cómo amaneciste hoy? Fíjate que pasé mala noche tantito por el frío de la madrugada y los ladridos de la perrita ocasionados por un gato entrometido, además de la taquicardia que me produce insomnio. Te cuento que ayer, como fue fin de semana fuimos a la finca y Viki preparó unas piernas de pollo y carne asada, mientras que yo, con ayuda de Ian y Emmanuel emparejamos el piso del cobertizo, para después terminar de colocar dos láminas como techo de una sombra que servirá para proteger del sol el asador. Para eso, Juan llevó el taladro con el que se fijaron los chilillos en la madera. Ahora falta construir el asador de material, ese que siempre me pediste que lo hiciera.

Te platico que llegaron a la finca Ana María y su familia. También Memo y la Bombón. Más tarde llegaron Martha y Carlos quienes llevaron una totoaba que luego la asaron y quedó exquisita. Disfrutaron mucho de esa tarde aunque yo, como en estos últimos meses, no puedo participar porque siento que al hacerlo estamos olvidando la ausencia de su madre y abuela, y eso me causa mucha tristeza.

Yo sé, Cande, que hago mal por no compartir con ellos su alegría, pero me frena tu recuerdo por los cientos de veces que me acompañaste a regar los árboles que juntos sembramos y eso fue dos días a la semana. Y te veo callada y afanosa quitándole las hojas secas a los almendros y arreglando las cazuelas de las demás plantas. Y el recuerdo permanece en medio del jolgorio y opone una barrera difícil de cruzar.

Quiero platicarte que hoy al mediodía viajarán a Guadalajara Sandra Luz y Ramón con el fin de estar presentes en el cumpleaños de doña Toña la mamá de este último. Los acompañan Viki, Sandra Gabriela y Tania, así es que durante una semana me quedaré solo, aunque con la promesa de Juan y Claudia de estar conmigo esos días. Ya te platicaré como les fue.

Bueno, mañana será otro día, así que hasta luego. Tu compañero de siempre.           


Agosto 31 de 2020.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

CANSADO DE VIVIR

 Tal vez a muchos lectores el título les parecerá fuera de lo común, ya que por lo general se opone a otras frases como “La alegría de vivir” “Mientras haya vida hay que gozarla” o bien “La dulce vida”. Y por supuesto la que es propia del ser humano: “Mientras haya vida hay esperanza”.

Pero eso de expresar el cansancio de la vida supone un sinfín de calamidades que van desde los fracasos y humillaciones hasta las enfermedades terminales o las tragedias familiares. Aunque, por otro lado, están las personas mayores de edad, quienes a través de los años han sobrevivido y por el declive propio de su organismo piensan que es mejor morir que seguir viviendo.

También a ello se suma la pérdida de un ser querido, como la esposa o los hijos, dejando en la soledad, en el desamparo, originando la determinación de dejar este mundo para estar con ellos. Sin embargo ese propósito tiene en realidad una justificación: el cansancio de la vida se da preferentemente en aquellas personas que han logrado conservar su existencia por largos años tanto, que el mismo desgaste físico y mental no les ofrece otra alternativa.

Muchos aferrados a la vida casi siempre con ayuda familiar, se someten a los síntomas de la invalidez usando auxiliares de ayuda como los bastones, las sillas de ruedas o las muletas. Claro, que existir así es decisión de cada quien.

Pero lo cierto —sin alusión a las creencias religiosas— es que la mayoría de los que llegan, llegamos, a la ancianidad, sabemos que la muerte ronda arriba de nuestra cabecera. Y es natural dado que el ciclo biológico del ser humano es nacer, vivir y morir. Claro, para todos entre más tarde llega la calaca es mejor.

Muchos ejemplos existen de este postrer deseo. Son por lo general científicos en busca de descubrimientos benéficos a la humanidad; los políticos afanados en el mejoramiento de sus países; los intelectuales como los escritores que dejan sus huellas en las ciencias sociales y en la literatura. Así fueron, por ejemplo, Pasteur, Adam Smith, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Octavio Paz y Elena Poniatowska.

Y el deseo de seguir viviendo lo expresó Borges en un poema en varios de sus versos:

Si pudiera vivir nuevamente mi vida

en la próxima trataría de cometer más errores,

no intentaría ser tan perfecto, me relajaría más,

sería más tonto de lo que he sido, de hecho

tomaría muy pocas cosas con seriedad.

Pero ya tengo 85 años y me estoy muriendo.

 La sobada frase de “Misión cumplida” justifica el deseo de morir por cansancio de la vida. Por qué no hay más allá cuando los años se amontonan y no sabemos qué hacer con los venideros agotados los impulsos de los tiempos anteriores.

Y cuando se han dejado como herencia una familia, un prestigio y el reconocimiento de los demás, pues es natural que se piense en el deber cumplido y acepte el final de su existencia. Al menos así lo creo, pues en mi caso, con 89 años de edad , dejar atrás a una familia numerosa y muchos años de trabajo en el magisterio y en la burocracia, además de satisfacer mi vocación de escritor creo, en verdad, que estoy cansado de la vida y espero, ahora que Cande mi querida y entrañable esposa ha muerto, que lo mejor es abandonar este mundo, sabiendo que mi cuerpo y mi espíritu descansarán a un lado de su tumba y a un costado de nuestro hijo Guillermo.

Pero, ¿Cómo acabar con mi vida? Fernando Savater dice que hay muchas formas de dejar esta vida y que nadie está en la obligación de seguir vivo si no quiere. Dice que “no debemos quejarnos excesivamente de la vida porque estamos en ella porque queremos”.

En una crónica anterior exclamé “Si yo muero, ¿Quién podrá recordar como yo a mi esposa ausente? Quizá por eso quiero seguir viviendo porque estando vivo la recordaré por siempre. Pero fuera de eso, la vida y el cansancio limitarán mis deseos y sólo la muerte impedirá que siga lamentando su ausencia. Bueno, mientras eso no suceda, mis escritos sean un homenaje para ella.

Septiembre 02 de 2020.