Este día, después de transitar por los vericuetos de la vida, llegué a los noventa años. Se dice fácil, pero atrás han quedado demasiadas vivencias, unas buenas y otras malas, las cuales han regido en ese largo tiempo mi existencia.
De hecho es un
cumpleaños que tiene sus bemoles porque ¿a esta edad se continúan teniendo
ambiciones, esperanzas?, ¿la decrepitud propia de la edad no imposibilitan los
deseos, la euforia o las promesas que son propias de la juventud y la adultez?,
¿continuar viviendo con ayuda de los demás con medicamentos para los diversos
males que afectan nuestro organismo?
A mi edad, vivir
solo tiene un objetivo; vivir para los demás, es decir, que propios y extraños
sepan de la presencia de un amigo o un ser querido el cual, durante muchos años,
formó parte de sus amistades y unió, con lazos de amor entrañable a una
familia.
Ese es mi caso,
fuera de ello no hay más expectativa que esperar resignado a que la parca acabe
con esta vida, al cabo que los años transcurridos bastan para decir adiós a
este mundo. Pero no se equivoquen, tampoco voy a invocar a la muerte como deseo
inevitable, dado que si mi vida se alarga otros años más, seguiré pensando lo
mismo porque ese es el destino de todo ser humano. Aunque no dejo de pensar en
la gran oportunidad que me dio la vida para realizar mis sueños, formar una
familia de bien y dejar a la posteridad el recuerdo de mi nombre.
Nomás que este
cumpleaños no fue como lo esperaba. Aparte de protegernos de los contagios del
Covid-19, de la desaparición de miles de mexicanos por esta terrible
enfermedad, una desgracia familiar sucedió hace tres meses: el fallecimiento de
mi esposa motivado por una falla de su corazón.
Así es que, con
el duelo originado por su partida, la celebración se contrajo a una comida ofrecida
a nuestros familiares. Eso nomás, y las felicitaciones personales y de las
amigas y amigos por medio del teléfono y del internet. Desde luego, no fue una
reunión como las anteriores, pues todos estábamos conscientes de la falta de la
madre y abuela, quien con su presencia resaltaba este festejo.
Sandra Luz, una
de mis hijas, me dejó un recado el cual entre otras cosas me decía: “Papá, hoy,
sólo por hoy, quítate el caparazón y cuélgalo en el clóset, probablemente te
sientas mejor”. Al lado de este mensaje encontré un libro como regalo de la
escritora Lucy Oliva titulado “Aceptar no es olvidar”. En la dedicatoria, la
autora se dirige a las personas que han perdido a un ser querido y lo dice así:
“A ti que estás sufriendo este dolor que te impide vivir plenamente… dejes de
sufrir y disfrutes de su recuerdo”.
No he comenzado a
leer el libro, pero me intrigó la frase “disfrutar de su recuerdo”. Según
parece, experimentar bienestar, alegría o felicidad son suficientes para alejar
el dolor o el sufrimiento causados por un caso como el mío. Pienso que se opone
al disfrute la permanencia del recuerdo. Entre ambos términos está el duelo que
a veces suele durar años en desaparecer. Como bien lo confiesa Savater al
referirse a su esposa: “Porque créanme que la lloro todos los días, desde que
murió hace increíblemente más de cuatro años, no he pasado ni una hora sin
recordarla, ni un solo día sin derramar lágrimas por ella”
Y es por eso que
el duelo es una pérdida que debe afrontarse y vivirse, aunque muchos, sobre todo
los médicos, no comprenden el poder terapéutico que el duelo significa como si
la nostalgia —dice el autor de la “Morada infinita”, Arnoldo Krauz— fuese
dañina, como si la tristeza no sirviese, como si la melancolía fuese
contraproducente. Como si el duelo no tuviera razón de ser”.
Hoy, ante la
presencia de gran parte de la familia y con las precauciones necesarias ante la
peligrosidad de la pandemia, por momentos sentí que mi esposa estaba con
nosotros, disfrutando de la alegría por mi cumpleaños. Y es que no obstante el
tiempo transcurrido, ella está conmigo como una sombra bienhechora que alienta
mi angustiado corazón.
Y eso también me
motiva a recordarla a través de mis artículos enviados a mi estimado amigo
Gerardo Ceja García, quien los incluye en su blog. Me justifico al transcribir
la opinión de un excelente escritor y periodista que dice: “Escribir siempre ha
sido terapéutico. Desglosar lo desconocido o al menos intentarlo, es benéfico.
Poco importa si tras las palabras iniciales se acumulan más y más dudas. Dudar
es privilegio humano. Se escribe para uno, se trazan palabras para mitigar la
neurosis, se escribe para aceptar la realidad y saber cómo y quién es uno.
Escribir es un devenir y cuando se escribe sobre la muerte, se hace para
entender como es la vida”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario