Vida y obra

Presentación del blog

A través de este blog, don Leonardo Reyes Silva ha puesto a disposición del público en general muchos de los trabajos publicados a lo largo de su vida. En estos textos se concentran años de investigación y dedicación a la historia y literatura de Baja California Sur. Mucho de este material es imposible encontrarlo en librerías.

De igual manera, nos entrega una serie de artículos (“A manera de crónica”), los cuales vieron la luz en diversos medios impresos. En ellos aborda temas muy variados: desde lo cotidiano, pasando por lo anecdótico y llegando a lo histórico.

No cabe duda que don Leonardo ha sido muy generoso en compartir su conocimiento sin más recompensa que la satisfacción de que muchos conozcan su región, y ahora, gracias a la tecnología, personas de todo el mundo podrán ver su trabajo.

Y es que para el profesor Reyes Silva el conocimiento de la historia y la literatura no siempre resulta atractivo aprenderlo del modo académico, pues muchas veces se presenta con un lenguaje especializado y erudito, apto para la comunidad científica, pero impenetrable para el ciudadano común.

Don Leonardo es un divulgador: resume, simplifica, selecciona una parte de la información con el fin de poner la ciencia al alcance del público. La historia divulgativa permite acercar al lector de una manera amigable y sencilla a los conocimientos que con rigor académico han sido obtenidos por la investigación histórica.

Enhorabuena por esta decisión tan acertada del ilustre maestro.

Gerardo Ceja García

Responsable del blog

sábado, 19 de septiembre de 2020

Mis padres, un recuerdo


 Un amable lector de mis crónicas me preguntó hace poco: “Oye, en tus artículos hablas de tu familia actual, pero nunca que yo sepa te has referido a tus padres y a tus hermanos; solo he leído referencias vagas de esa familia de donde procedes.

La pregunta del buen amigo me produjo inquietud porque en efecto, he soslayado ese aspecto importante de mi vida aunque, a decir verdad, el tiempo transcurrido ha menguado el recuerdo de ellos. Ahora lo hago, a sabiendas de que voy a hablar de una familia que hizo lo posible por sobrevivir debido a sus precarios recursos económicos.

Esta clase de familia, limitada en su alimentación, en su vestuario y la ausencia de relaciones sociales, vierte su pobreza en el cariño de sus integrantes como paliativo de sus carencias. De esta clase fue la familia de la que formé parte. Una madre, un padre y dos hermanos de la misma sangre. Otra hija procreada antes de relacionarse con mi padre, hizo su vida aparte pues se casó con un militar y se fueron a radicar a la ciudad de Guadalajara.

Ya he dicho en anteriores ocasiones que mi padre fue militar de bajo rango —a lo más que llegó fue a cabo de infantería— y eso lo obligó a cambiar de residencia continuamente. Mi madre lo acompañó convertida en soldadera y lo siguió siendo cuando nacieron mis hermanos Ricardo y Leonor y también cuando nací yo en los últimos años de su carrera militar.

Radicados finalmente en la ciudad de La Paz, vivieron en una vecindad que estaba en la calle Nicolás Bravo casi esquina con la Revolución. En esos años terminé la enseñanza primaria en una escuela cercana conocida como Ignacio Allende. Todavía cuando me fui a estudiar la prevocacional a la ciudad de Tijuana, ellos seguían viviendo en ese lugar.

Cuando al cabo de dos años regresé a La Paz, ya mi padre había adquirido un terreno en las orillas de la ciudad y construido una modesta vivienda de varas trabadas y techo de palma. Se mantenían con la pensión de mi padre y la ayuda de mi hermano quien trabajaba en una brigada perforadora de pozos de agua potable en comunidades carentes de ella. Después aprendió el oficio de peluquero y hasta el final de sus días fue el sustento económico de mis padres y también de su esposa. Por cierto, en mi libro “Narraciones de ayer y de hoy” incluí una crónica titulada Mi cuñada Cuca y los pájaros.

Con mi regreso aumentaron los gastos de la familia y ello motivó que buscara trabajo en la escuela industrial en el taller de carpintería para ayudar en parte a las necesidades de mis padres. Tenía la intención de permanecer en ese trabajo alejado de mis estudios. Pero como lo digo en otro de mis libros un joven que llegó de la ciudad y coincidimos en la escuela industrial —Óscar Valdez era su nombre— me convenció a terminar la secundaria.

Mi padre, además de su pensión, trabajó varios años en el servicio de limpia de la ciudad, pero fue dado de baja por su edad. El resto de sus años acompañó a mi madre ayudando en las faenas del hogar. El extinto periodista Carlos Domínguez Tapia lo conoció y tuvo la gentileza de incluir sus datos biográficos en su libro “Forjadores de Baja California.

Durante varios años mi papá mantuvo la costumbre de engordar un “cochi” y cuando lo sacrificaba eran días de fiesta, pues mi madre incluía en nuestra dieta platillos a base de carne del animal y chicharrones, además del estreno de ropa y zapatos gracias al dinero obtenido por la venta de la manteca y partes del animal. Eso era lo bueno, lo malo eran las madrugadas a fin de ayudar a la matanza del puerco, pero lo justificaba la animada plática de mi padre y sus gestos de alegría. En varias ocasiones mi hermano Ricardo era su principal ayudante.

Agustín Reyes Castellanos, mi padre, nació en el año de 1890 en el pueblo de Nochixtlán, Oaxaca y en ese mismo lugar se casó con mi madre Julia Silva, con la que tuvieron tres hijos Ricardo, Leonor y Leonardo. Cuando se casaron mi madre ya tenía una hija bautizada con el nombre de Anastacia, a quien por cariño le decían Chata. Él murió el 7 de diciembre de 1962 víctima de un mal cardiaco y está sepultado en el panteón de los San Juanes de esta ciudad de La Paz. Sobre su deceso un sentimiento de culpa ha permeado por no haber estado a su lado cuando dejó de existir. Eso fue debido a una gira de trabajo por el sur de la entidad por cuestiones sindicales. Cuando regresé al cabo de tres días de ausencia por tarde y llegar a casa lo encontré velándolo. Ante mi tremenda sorpresa, mi esposa con lágrimas me explicó “Se puso malo de repente y ni tiempo tuvimos de llevarlo al doctor. Allá adentro está mi suegra, ve a consolarla”. La encontré con un velo de tristeza que me impidió hablarle y solo la abracé y la arrullé como pude.

En el año de 1961 fui estudiante en la Escuela Normal Superior de Tepic, Nayarit y la maestra de Español Superior nos dejó de tarea un trabajo descriptivo. Lo guardo aún porque es un texto dedicado a mi madre y entre otras cosas escribí: “Terminaba el primer año de mi carrera de maestro, cuando llevado por problemas de carácter económico pensé en suspender mis estudios. A los 18 años de edad, tal vez por la juventud que anhela todo relacionado con su bienestar material, no se piensa en el futuro con la seriedad y objetividad del adulto. En ese momento creí que lo mejor era buscar un empleo que me ayudara a sostener mis problemas económicos y los de mi familia. Con esa idea fija en la mente, me acerqué a la buena mujer que hoy ocupa mi atención para comunicarle mi intención de ya no seguir estudiando. Ella escuchó en silencio las razones que apoyaban mi decisión. Levantó su mirada y entonces con palabras sencillas, plenas de ternura pero también de amarga realidad me dijo: “Como nosotros hemos vivido tú también puedes vivir. Es poco lo que yo sé, tú lo sabes perfectamente, siempre he lamentado de las pocas oportunidades de ir a la escuela. Mas no por ello considero que esto haya sido una desgracia dado que lo que no aprendí hoy lo están aprendiendo mis hijos, y eso justifica en parte mi ignorancia y me hace feliz. La pobreza eterna aliada de nosotros, ha sido buena al permitir que tú estudies para que te forjes un porvenir más placentero. Si ya no deseas estudiar trabaja entonces que bien se necesita tu ayuda; más nunca digas que tu familia ha sido la culpable de haber truncado el camino que seguías”.

 “Había tan grande sentimiento en su voz que comprendí al instante el error que pretendía cometer. No, no era solo yo el afectado. No era tampoco la solución de nuestros problemas económicos. Era algo más, era la satisfacción íntima, intangible, que se producía en el alma al ver superada la herencia familiar; era el orgullo al saber que sus descendientes no serían como ellos fueron, sino algo mejor, más cultos, más responsables, más comprensivos…”.

 “A veces me pregunto cómo es posible que una mujer tan sufrida, tan agobiada por el peso de los años, sea capaz aun de luchar valerosamente por su familia”.

Recuerdos de mi madre por todo lo que hizo por mí. Cuando enfermó, en el día de su fallecimiento, me llamó para decirme con su voz agónica: “Hijo, prométeme que no vas a convertirte en masón”. No sé quién se lo diría porque en efecto varios amigos, entre ellos un inspector escolar, me habían invitado a pertenecer a esa secta. La agarré de las manos y con las lágrimas resbalando por mi rostro le juré: “No tengas cuidado madre, jamás ingresaré a la masonería”. Ella cerró los ojos y musitó: “Gracias, hijo, Dios te bendiga por ello”.

Estuve a su lado hasta que murió y lo mismo lo hizo mi esposa que la quiso mucho. Hoy descansa en el panteón de los San Juanes y el epitafio dice: Julia Silva de Reyes, nació en 1896 y murió el 12 de noviembre de 1970. Descanse en paz.


Septiembre 19 de 2020.

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