Era
ya una tradición: cada 2 de febrero, la familia celebraba con tamales y
champurrado el “santo” de la madre, abuela y bisabuela y por eso sus hijos, sus
nietos y bisnietos, esposo, nueros y nueras y amistades cercanas, se reunían en
la casa de la agasajada donde, entre abrazos de felicitación, risas y bullicio
le deseaban lo mejor en ese año y los
demás por llegar.
Unos
días antes, como siempre lo hacía, se le veía atareada preparando la carne de
pollo, de res y de cerdo, así como la masa y los ingredientes necesarios en la
preparación de los tamales. Las más de las veces una o dos de sus hijas le
ayudaban a envolverlos, pues pasaban de 200 los que destinaba para ese día de
su onomástico.
Con
cuidado los guardaba crudos en el refrigerador y el mero día la estufa se
encargaba de cocerlos y listo. Cuando llegaban a felicitarla los recibía con
tamales calientitos y un vaso del inevitable champurrado. A cambio, sus
familiares y amistades le correspondían con modestos regalos lo que aumentaba la
felicidad de la anfitriona.
¿Cuántos
años fueron de esa tradición? Me imagino que muchos tantos como los años desde
que contrajo matrimonio y de eso hace un titipuchal de tiempo. Claro, cuando
sus hijos crecieron y formaron sus propias familias, esa costumbre formó parte
de la fidelidad y amor por su madre. Siempre la recordaban y más aún el 6 de
enero, con la rosca de reyes y los “monitos”, que obligaban a quienes los
encontraban en su trozo de pastel, a contribuir con tamales el día de febrero
día de la virgen de la Candelaria.
Hubo
años, sobre todo los más recientes, en que algunos se ponían de acuerdo y le
daban la sorpresa de las mañanitas cantadas a capela o bien acompañadas de una
guitarra. Y había que levantarse para brindarles café a los trasnochados. O
bien, en las horas de la tamalada, un conjunto de cuerdas alegraba el ambiente
y por supuesto en el corazón de la homenajeada.
Ella
no era de risa fácil, estruendosa, pero en sus ojos húmedos y la actitud
humilde eran las pruebas de su reconocimiento hacia una familia que le
correspondía de esa manera a la entrega que hizo de sí misma en su afán de
lograr la felicidad y el bienestar de la familia que formó.
Pero
este año de 2021 no podrán agasajarla. Tal vez si se pudiera, tan solo un ramo
de flores de su jardín y la presencia en el panteón donde descansa, sería el
triste recuerdo de su onomástico, porque por culpa de la maldita pandemia que
padecemos, las puertas del cementerio permanecen cerradas. Y aunque mañana una
de sus hijas, Virginia, repartirá tamales que preparó al igual a como lo hacía
su madre, ya no será lo mismo. Entre una alegría engañosa, siempre estará el
recuerdo de ese ser querido e inolvidable que por la crueldad del destino nos
abandonó cuando más hacía falta.
Cierto,
en muchas partes del mundo se festeja a la virgen de la Candelaria y en nuestra
ciudad no es la excepción. La virgen es la patrona de las islas Canarias ya que
fue en la de Tenerife donde se apareció. Se venera en muchos países de
Latinoamérica, entre ellos Bolivia, Colombia, Perú, Cuba y México.
Por
eso ahora, cuando visitemos uno de los templos católicos de nuestra ciudad,
elevaremos una plegaria por la que llevó el nombre de la virgen, un nombre que
supo honrar guiando a su familia por el buen camino, ese que lleva a la
felicidad y al amor.
Mañana, 2 de febrero, será un doloroso cumpleaños. Ese que se esperó con los anhelos de festejarlo, ya no podrá ser. Y ante la impotencia, siempre quedará el recuerdo de ese día en que se festejaba a mi querida esposa, Candelaria.
1º de febrero de
2021