No me
lo van a creer, pero es verdad. Resulta que el domingo pasado estuve en una
hermosa playa que se encuentra por el rumbo del hotel Las Cruces, conocida como
Los Muertitos. Es un lugar muy concurrido por las familias de nuestra ciudad,
sobre todo porque la mayor parte del camino está pavimentado y además, desde la
cumbre de la sierra —creo que se llama Las Cacachilas— se pueden contemplar las
tranquilas aguas del golfo de California y la isla Cerralvo, esa que en mala
hora la rebautizaron con el nombre de Jacques Cousteau.
Mi
presencia en esa playa se debió a que el esposo de mi nieta Tania Edith festejó
su cumpleaños —no digo cuantos pero ya no se cuece al primer hervor— con una
comilona de ceviche, acompañada de abundantes ambarinas. Y digo comilona dado
que entre los asistentes, todos familiares, algunos son de los que le dan gusto
al diente y son capaces de llevarse al buche entre cinco y seis tostadas
rebosantes de ese apetitoso pescado.
Bueno,
“a lo que traje Chencha”, como dijo el ranchero cuando invitó a su novia a dar
un paseo por el campo. Estábamos disfrutando de un ambiente festivo mientras
los niños se bañaban y retozaban alegremente, cuando, de pronto, alguien de
ellos gritó: “¡Ahí viene el paletero! A la vez que corrieron para pedirle a sus
padres el dinero con que comprar esa golosina.
Al
grito yo dirigí la vista a la playa, pero no divisé al paletero mencionado.
Esperaba verlo esforzándose por empujar su carrito de paletas a través de las
arenas de la playa, tal como lo hacen en la zona de El Tecolote. Pero no, por
más que lo intentaba no lo veía. Bueno, aparte de eso es que mi vista cansada
no alcanza para mirar a lo lejos.
Pero
los niños si se daban cuenta de que el vendedor de paletas se iba acercando
hasta que, intrigado, pregunté: “¿Con un carajo, dónde está ese vendedor?”. Y
entonces uno de los niños me contestó, al mismo tiempo que señalaba con su
mano: “Ahí está, metido en el mar” Y sí, ahí estaba el señor, empujando su
carrito como si fuera una canoa pequeña, mientras las pequeñas olas remojaban
buena parte de sus piernas.
Cuando
oyó los gritos de los niños que deseaban comprarle, con cierta dificultad
acercó el carrito a la playa y empujándolo con fuerza lo dejó fuera del agua. A
su alrededor sus compradores le pedían bolis, paletas de varios sabores y hasta
una clase de emparedados —no sé cómo se llaman— que tienen mermelada entre sus
dos capas de pan.
Por
cierto uno de los adultos que se acercó le salió cola, pues tuvo que pagar la
cuenta de las golosinas que pidieron todos los niños. Pero valió la pena pues
todos lo abrazaron y juntos regresaron al paraje. Pero, ¿qué pasó después?
Esa
playa tiene arena muy floja por lo que fácilmente se hunden los pies en ella,
ya no digamos un vehículo sin doble tracción. Y para el caso del carrito de
paletas que tiene dos llantas pequeñas y delgadas, más el peso de la mercancía,
resulta imposible que se pueda mover en esos tramos arenosos.
Por
eso, el paletero, al darse cuenta que su carrito podía flotar sin que entrara
agua en él, tomó la determinación de meterlo en el mar a fin de facilitar su
transportación. Así, convertida en una frágil embarcación y sus dos piernas en
lugar de remos, el vendedor continuó su ruta a todo lo largo de la playa
ofreciendo su producto.
A unos
cincuenta metros de la orilla un joven matrimonio de extranjeros disfrutaba
montados en kayacs, mientras la canoa improvisada navegaba lentamente conducida
por un hombre que, con el ingenio y la necesidad, buscó la manera de conseguir un
poco de dinero para su sustento diario. Mientras tanto, el festejo del que
cumplió años estaba en todo su apogeo.
Junio 7 de 2017
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