Cada año, el 2 de noviembre, visitábamos el panteón de los San Juanes para llevarles ramos de flores a nuestros familiares que reposan en ese lugar: mis padres, mi hermano Juan con su esposa y Guillermo, el hijo primogénito. Desde luego lo hacíamos varias veces al año, pero ese día de noviembre tenía gran significación para nosotros. Cumplíamos con un ritual tradicional el cual forma parte de la cultura de los mexicanos.
Nomás
que en esta fecha también visitaríamos la tumba de mi esposa después de casi
cinco meses de haber fallecido. Pero no fue posible por la prohibición de
entrar al panteón debido a los probables contagios del coronavirus. Algo
teníamos que hacer al respecto y por eso la familia opinó la conveniencia de
colocar un altar de muertos en el corredor interior de la casa que fue nuestro
hogar durante muchos años.
Martha
Patricia con su compañero Víctor y sus hijos Eduardo y Samantha se ocuparon de
levantar el arco con ramales de palma cocotera adornados con flores artificiales
de color del zempasuchitl. Más tarde, Ana María, Sandra Luz y Virginia
colocaron las ofrendas en las que incluyeron pan, frutas, platillos de comida y
bebidas. Al fondo del altar estaban las fotografías de mi esposa y de mi hijo.
Además, una estimada amiga de la familia, Lupita, llevó la fotografía de sus
padres ya fallecidos recientemente que fue colocada también en el altar.
En
el año de 2016 escribí una crónica relacionada con los altares de muerto debido
a la exposición que hizo de ellas el Colegio Juan Pablo II. Después de la
visita hice el comentario siguiente: “Como parte de la permanencia de las
tradiciones mexicanas siempre es recomendable revivirlas cada año. Y aunque
estas llevan mucho de religiosidad, forman parte de las costumbres mexicanas
las cuales, de una u otra forma, deben ser inalterables como sustento de la
identidad nacional. Además, profundizar en los orígenes de los altares conlleva
la adquisición de conocimientos de la historia antigua de México, de la cultura
azteca y sus simbolismos”.
Todo
lo anterior regresó a mi memoria cuando contemplaba el altar familiar y el hecho de que por
primera vez un símbolo mortuorio estuviera en nuestro hogar. Ahora, en vez de
una visita rápida al cementerio, pudimos tener cerca a Cande y Guillermo, los
dos ausentes por los que hemos derramado lágrimas y un duelo que no termina
nunca. Y junto a nosotros —esposos, hijos, nietos y algunos bisnietos— oramos
por su eterno descanso, a la par que les aseguramos que nunca los olvidaríamos.
Toda la tarde y parte de la noche estuvimos sentados frente al altar en una
comunión entre la vida y la muerte esperanzados en que, el tributo a su
memoria, nos permitiera su presencia inmanente que pudiera consolar nuestros
corazones.
Al
día siguiente, por la mañana, los mismos que habían colocado el altar de
muertos lo retiraron y solo quedó el arco, todavía luciendo las flores de zempasuchitl. Ahí
permanecerá varios días como una entrada al más allá donde moran nuestros seres
queridos.
Respecto
a la expresión “Más allá” tal vez recuerden mis lectores La Divina Comedia de Dante Alighiere donde éste acompañado del
poeta Virgilio recorre el infierno, el purgatorio y el paraíso, lugar donde
Dante encuentra a Beatriz. En la interpretación de La Divina Comedia Dante es el poeta peregrino ejemplo de la
condición humana; Virgilio que representa el pensamiento racional y la virtud,
y Beatriz quien representa la fe.
En lo que respecta a mi esposa y nuestro hijo Guillermo estamos seguros que ellos se encuentran en el paraíso porque ellos fueron personas de mucha fe y siempre ofrecieron lo mejor de sí mismos para la felicidad de los que los rodearon. Por lo demás, si algo tiene el coronavirus, aparte de su maldad, es que ha permitido unir más a las familias reencontrando en el amor y la comprensión los valores que hacen más llevadera la vida.
Y, por supuesto, los altares de muerto
contribuyen a recordar esos valores humanos de los que se ausentaron y ahora
están en el paraíso.