La
apacible vida de los habitantes del poblado de Santo Domingo, localizado en el
extremo norte del Valle de Santo Domingo, se vio interrumpida por el arribo de
trece camiones de redilas que transportaban 218 personas, entre hombres mujeres
y niños procedentes de la ciudad de La Paz. Era el dos de enero de 1942 y el
contingente era una parte de los campesinos sinarquistas llegados del interior
de la república, con el fin de establecer una colonia agrícola en esa región.
Nueve
días después llegó el segundo grupo —eran 400 personas en total— acompañado de
su dirigente Salvador Abascal. En un principio trataron de buscar acomodo en un
lugar al oeste del poblado conocido como Santo Domingo el viejo, a un kilómetro
de distancia. Allí levantaron sus viviendas rústicas y una pequeña iglesias
provisional. Construyeron un horno para cocer ladrillos pues tenían la
intención de quedarse en ese lugar, nomás que el agua del pozo que abrieron
resultó salada y no tuvieron otra opción que cambiarse de lugar.
Fue
por eso que en el mes de mayo se trasladaron a un sitio conocido como Plan de
Caballos, unos diez kilómetros al sur de Santo Domingo y ahí han permanecido
hasta la fecha. Pero en esos primeros años, entre 1942 y 1949, muchas familias
dejaron la colonia porque no soportaron las carencias en que vivían dado que no
recibían suficiente ayuda para su subsistencia.
Y el
recuerdo viene al caso por un libro que escribió la maestra Elizabeth Acosta
Mendía titulado “Paisajes y personajes de María Auxiliadora, un proyecto
colonizador en el Territorio Sur de la Baja California,(1940-1944)”. Para ella,
con mi felicitación, inserto un fragmento de la reseña que escribió el
licenciado Ramón Beteta, quien acompañó al presidente Miguel Alemán en su visita
al Valle de Santo Domingo en el mes de abril de 1951.
EN EL
VALLE DE SANTO DOMINGO.- “Aterrizamos en la pista apenas terminada en la
colonia María Auxiliadora, después de volar desde La Paz una hora por regiones
desérticas. Al bajar del avión contemplamos un espectáculo impresionante: ante
nosotros, inmóviles, como en una vieja estampa, alineados como niños de
escuela, cubiertos completamente de polvo, están hasta cuarenta hombres,
mujeres y niños. En el centro ondean tres banderas nacionales desteñidas hasta
el grado de que sus colores no son ya reconocibles y sus antiguas águilas ya en
desuso sugieren la de las banderas veteranas de pasadas batallas. Los hombres
visten en forma semejante a los de la frontera, pero con ropas mil veces
remendadas. Las mujeres tienen ese aspecto gris que dan la resignación y la
miseria. Los niños se cubren sus vestidos que niegan haber salido de una casa
de comercio, porque carecen de toda pretensión de forma y estilo, pues más bien
se asemejan a las batas desteñidas con que se visten los santos en ciertas
iglesias de nuestros pueblos. Todos están en expectación. Cuando se acercan al
señor presidente y su comitiva prorrumpen inesperadamente cantando el Himno
Nacional. Sus voces salen rasgadas, fuertes, decididas, más de quien canta son
de quien afirma o de quien reta. Su emoción es demasiada profunda para
expresarse en discurso o en aplauso. Han necesitado de las palabras de nuestro
himno para dar la bienvenida al Primer Magistrado de la Nación. ¡Patria.
Patria, tus hijos te juran…”. El aire se ha electrizado; las voces tienen un
sentido religioso. Se ha creado una comunión entre los recién llegados y los
que esperaban. No podemos mirarnos los unos a los otros…”.
Y el
exsecretario de Hacienda, termina así: “Yo he visto muchas recepciones: algunas
fueron impresionantes por el número de personas que concurrieron; otras, por la
alegrías de los manifestantes; otras, por el adorno de las calles. Las hubo
bien organizadas, las he contemplado también tumultuosas, espontáneas,
incontenibles, pero la de Santo Domingo es la única que no olvidaré jamás…”.
Enero 17 de 2018.
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