Fue cuando se descubrió la península
de la Baja California que se comenzó a hablar de las perlas. En 1535, luego de
la fundación del Puerto y Bahía de Santa Cruz por Hernán Cortés, los
expedicionarios las buscaron y las encontraron a tal punto que en un
rudimentario mapa elaborado por Cortés aparece la isla de las perlas que no es
otra que la de Espíritu Santo, cercana a la ciudad de La Paz.
En todo ese siglo y el siguiente los
navegantes españoles siempre llegaron a California en busca de las conchas
perleras, con excepción de unos cuantos como Francisco de Ulloa, Juan Hernández
Cabrillo y Sebastián Vizcaíno, exploradores que recorrieron los mares de la
península en su afán de nuevos descubrimientos.
En 1697, cuando los misioneros
jesuitas comenzaron a llegar a la península la explotación de los placeres
perleros continuaban con el permiso de las autoridades virreinales. Y aunque
los religiosos se opusieron no pudieron contra la avaricia y el afán de riqueza
de los permisionarios. Y más aún porque éstos llevados de su religiosidad,
entregaban algunas perlas para adorno de la virgen de Loreto.
Y así nacieron las leyendas de esa
época. El Mechudo, La Perla de la Virgen, La isla del tesoro. De ellas, la
primera es la más conocida dado que trata de un indio quien al momento de
tirarse al mar para bucear blasfemó “voy a sacar una perla para el diablo”,
pero la virgen lo castigó y se quedó enredado en el fondo del mar. Después,
cuando otros buceadores trataban de buscar ostras en ese lugar, encontraban al
indio que buscaba desesperadamente la perla maldita.
Años después, cuando las “armadas”
organizaban la pesca de ostras perleras en los meses de septiembre y octubre
abarcando una gran parte de los litorales del Golfo de California, desde Cabo
Pulmo hasta cerca de Santa Rosalía, las reseñas de la explotación de los
placeres fueron divulgadas a nivel nacional e internacional. Pero la desmedida
extracción de las ostras originó la decadencia de la pesca tal como denunciaron
algunos historiadores y funcionarios de esa época.
En 1769, El visitador José de Gálvez, durante
su permanencia en Baja California dio las primeras instrucciones para controlar
la pesca de perlas nombrando a un inspector que se encargaría de cobrar el
quinto real a las armadas, llevando un control de ellas. Y aunque la medida se
aplicó fue difícil el cobro dado el gran número de pescadores en todos los
litorales del golfo de California.
En 1789 el padre jesuita Francisco Xavier
Clavijero en su libro Historia de la Antigua California anotó que “por el año
de 1786 empezaron a escasear las perlas y desde entonces acá se ha ido
disminuyendo la pesca en términos de hallarse absolutamente abandonada y los
pocos que se han dedicado a ella, apenas han podido sacar los costos,
especialmente en estos últimos años en que la economía europea ha introducido
en México el uso de las perlas falsas”.
Sin embargo la explotación de la pesca
de ostras perleras continuó durante todo el siglo XIX, sin que hubiera una
reglamentación al respecto que evitara la depredación de los fondos marinos
californianos. En 1855, el entonces presidente de México, Antonio López de Santa
Ana expidió un decreto en el que imponía “un derecho de dos reales a cada
quintal de concha perla o nácar en la península de la Baja California se
extraiga de sus costas o de sus islas. El producto íntegro del impuesto se
dedicará íntegramente al ramo de la instrucción pública en la propia península…”.
Dos años después, en 1857, José María
Esteva escribió una Memoria sobre la pesca de la perla en la Baja California y
expidió un decreto en el que consideraba que “la desordenada explotación que se
hace de los placeres de concha perla, da lugar a que año por año se demeriten
considerablemente, siendo de temer llegue el día de la completa extinción de
este ramo de la riqueza pública, he decretado lo siguiente”.
También en 1858, cuando apareció el
libro “Historia de la colonización de la Baja California y Decreto del 10 de
marzo de 1857” que hacía referencia a la propiedad de la tierra en esta región
de México, Ulises Urbano Lassépas incluyó un capítulo dedicado a la pesca de
perlas describiendo sus características de forma, tamaño y valor.
Todavía a principios del siglo XX aparecieron
varios libros escritos por extranjeros en que narran, aparte de las
características de la población peninsular, su medio físico y su economía, la
pesca de perlas. El francés León Diguet y los norteamericanos J. R. Southworth
y Aurelio de Vivanco, así como el mexicano Adrian Valadés describieron la
importancia de este producto marino, sus características y los procedimientos
para llevar a cabo el buceo de las ostras perleras.
Por toda esta información la población
de la entidad, sobre todo la de La Paz, mantuvo una visión optimista de la
riqueza que abundaba en los fondos marinos y eso dio margen a que muchos
escritores aficionados a la literatura, se refirieran a ella en términos
elogiosos. Poetas, cuentistas, incluso compositores, les dedicaron parte de sus
creaciones.
Los cuentos y novelas de Estela Davis,
John Steinbeck, Scott O Dell, José María Esteva y el Doctor Atl recrean esa
época de esplendor de la Baja California. Y en la poesía no son pocos los que
elogian a las perlas, como Fernando Jordán, José María Garma, Filemón C. Piñeda
y Dominga G. de Amao, entre otros. Pero entre los compositores las canciones
relacionadas con las perlas son numerosos. Algunas de ellas son Costa Azul,
Perla del Bermejo, Sudcalifornia, Paceñita, Pescadorcita de Perlas y la muy
conocida Puerto de Ilusión.
A través de los años, más bien siglos, las
perlas ha formado parte de las tradiciones sudcalifornianas. Y aunque el
recuerdo se ha difuminado con el tiempo, cuando oímos cantar Puerto de Ilusión
se reaviva el recuerdo de las perlas de California.