No
quiero pensar en mi desgracia por haber perdido a la mujer que siempre quise y
a quien seguiré recordando por sobre todas las cosas. Son una desolación y
tristeza irrenunciables que me lleva a pensar en ella en cada momento, en cada
detalle, lamentando siempre su ausencia.
Un
escritor, Elías Canetti dijo en una ocasión que “nadie muere de tristeza; al
contrario, de tristeza se vive”. Y yo, que espero el final para reunirme con
ella, mi ser continúa sufriendo y me pregunto en forma egoísta: “¿Sí yo muero,
quien la recordará? ¿Quién celebrará —como dice Savater— sus gestos perdidos,
su voz ya inaudible, su temple de fuego y miel, sus defectos que tanto echo de
menos, sus virtudes que salvaron y alumbraron mi vida? Y sigue diciendo: “Ella
me protegió siempre durante toda nuestra vida juntos, me insufló ánimos,
vitalidad y alegría, probablemente sin intentarlo siquiera”.
Mis
dotes de modesto escritor no bastan a describir mis sentimientos hacia Cande
pero, por otra parte, a lo mejor sí porque si yo no lo hago quien lo hará. Por
eso necesito hablar de ella de nuestra vida juntos, de las batallas ganadas y
perdidas, de la grandeza de nuestro insuperable amor, Por eso también debo
relatar lo que fue, como superamos los retos de la vida y como, a pesar de
todo, supimos llenar de alegría nuestros corazones.
Ya
he contado como conocí a Cande cuando trabajaba como maestro en el poblado de
Santo Domingo. Y como después de un corto noviazgo nos casamos y unidos
permanecimos 64 años acompañados de siete hijos y muchos nietos y bisnietos.
Eso fue en los primeros 27 años, ya que en 1982 perdimos a Guillermo nuestro
primogénito, en un encuentro con narcotraficantes.
Durante
los años de matrimonio, mi esposa fue la compañera y la amante ideal. Desde el
inicio estuvo a mi lado, no obstante las dificultades a que nos vimos
expuestos. Pero ni una queja escuché de sus labios, al contrario fue feliz con
el nacimiento de sus hijos y por estar al lado de un hombre que compartió su
amor sin limitación alguna.
La
conocí en sus más íntimos deseos; compartimos momentos felices que fueron mucho
más, quizás, de las horas de sufrimiento. Porque disfrutaba esos momentos de
alegría mucho más cuando estaba a su lado. Aniversarios, cumpleaños,
celebraciones como el Día de la Madre, Noche Buena y Año Nuevo, de las visitas
a nuestros familiares radicados en Guadalajara, Loreto o en el poblado donde la
vi por primera vez, pero sobre todo por el nacimiento de nuestros hijos, el
mayor tesoro que una madre puede heredar.
Y
fue por eso el amor que le tuvo a Guillermo, nuestro primer hijo, ese que ya en
plena juventud quiso y fue militar. Una vez, en el poblado de Magdalena del
estado de Jalisco subimos a una avioneta que nos llevó a la comunidad de
Huajimic en la zona montañosa de Nayarit, lugar donde Guillermo, con su grado
de Teniente, estaba al mando del pelotón que guarnecía ese poblado. Martha, su
leal compañera, nos atendió de la mejor manera y más porque estaban de visita
los abuelos de su hija Marthita.
Cuando
regresamos a La Paz le pregunté: ¿Te animas a volver de nuevo? –Sí, sí —fue su
respuesta— donde esté mi hijo allá vamos a ir. Y cumplió sus deseos porque
meses después viajó sola a la población de Acaponeta, sin importarle los
peligros e incomodidades que ello representaba. Pero no le importó. Fue más el
amor de una madre por estar al lado de su hijo adorado. Y así lo visitamos en
Toluca, Cuernavaca y Tepic, lugares donde cumplía sus deberes militares. Para
ella el colmo de la felicidad era cuando venía de vacaciones a fin de disfrutar
del calor del hogar y pasar momentos felices al lado de sus padres y sus
hermanos.
Como
olvidar los viajes al Valle de Santo Domingo para visitar a sus hermanos José
Luis, Juan y Josefina. Era una verdadera aventura pero allá íbamos con nuestros
hijos pequeños hasta llegar a la parcela ejidal que cultivaba Juan acompañado
de su esposa Monserrat. Bajarse del vehículo y correr en busca de sandías, melones
y mazorcas fue el premio para nuestros hijos. Y después, en el rancho de
Josefina y su esposo Enrique, la comelitona de higos, mangos y uvas entreverada
con las risas infantiles.
Como
olvidar las visitas a mi hermana Anastacia y su esposo Aurelio radicados en
Guadalajara, padres de numerosos hijos a quienes, como sobrinos, siempre les
guardamos aprecio. Pero me emociona al recordar cómo te quería Aurelio no tanto
por ser mi esposa, sino por tu don de gentes y el cariño que sentías hacia él,
en particular. Y cuando enfermó de gravedad estuviste a su lado reconfortándolo
como si fuera tu padre que perdiste cuando eras niña. Y los recorridos tomados
de las manos de los mercados Corona y San Juan de Dios, de la hermosa catedral,
de los desayunos en el restaurante La Chata, donde en varias ocasiones le
dijiste al mesero que le pusiera más queso a los chilaquiles. Fueron días
felices compartidos sin que nada empañara nuestra felicidad.
Cuando
se vive en plenitud en el presente y los recuerdos felices ocupan el lugar de
los que ocasionan tristeza o sufrimiento, éstos se olvidan con el paso del
tiempo, pero resurgen cuando menos se espera. En mi caso y a escasos dos meses
y medio de tu muerte, aún no puedo y creo que jamás, mientras permanezca en
este mundo, olvidarte por lo mucho que te amé en vida. Tal vez mengue con el
paso de los años, pero esa espina clavada en mi corazón no desaparecerá jamás.
Es
por eso el recuerdo de los tiempos felices de nuestro matrimonio. Es por eso de
los múltiples detalles que denotan su presencia y me hacen más llevadera mi desgracia.
Porque al recordarlos el pesar se aleja momentáneamente y la resiliencia me
ayudará a superar las circunstancias traumáticas que ocasionó su fallecimiento.
Yo
la quise mucho y mi amor se acrecentó en los últimos años cuando quedamos solos
con las enfermedades encima, pero felices por compartir nuestras vidas. Y la
rutina formaba parte de esa querencia, Por las tardes, después de la comida, se
apoltronaba en la sala para solazarse con las películas de su gusto. Muchas
veces la acompañaba en especial cuando estaban subtituladas ya que mi sordera
me impedía escucharlas, al contrario de ella que tenía un oído excelente. Al
caer la tarde, después de dos o tres horas, se levantaba para continuar con los
quehaceres del hogar. Tenía un gusto particular con el queso rallado y el
aguacate; tanto le gustaban estos frutos que un día se indigestó por comerse
uno de buen tamaño. Y cuando se acordaba soltaba la risa.
En
una ocasión viajamos a la ciudad de Monterrey, con motivo de la graduación de
nuestra hija Martha Patricia —la socoyota— quien hizo un posgrado en su
profesión de educadora de enseñanza preescolar. Unos días antes le dije: “¿Qué
te parece si vamos a Monterrey?, a Martha le dará mucho gusto estar con ella”.
Y allá fuimos los dos, primero en el transbordador hasta Mazatlán y luego en
autobús hasta la capital de Nuevo León. Fue un viaje agotador de cerca de
dieciocho horas, pero no las sentimos dado que esas horas sirvieron para
sentirnos más unidos que nunca como una luna de miel atrasada.
El
nuestro fue un amor callado, sin aspavientos. Mis defectos como esposo,
malhumorado las más de las veces, en otras agresivo o intolerante, eran
aceptados sin alteraciones porque siempre antepuso su amor por mí, y por eso callaba
ante mis arrebatos. Aunque a veces se alteraba cuando sentía que era injusto
con ella, y entonces con enojo me replicaba airadamente mientras sus ojos se
llenaban de lágrimas. Porque Cande tenía un fuerte carácter y lo demostró
muchas veces cuando sus hijos se encontraban en problemas. Agustín, nuestro
hijo puede dar prueba de ello. Fue con esa fuerza interior como pudo superar
sus desgracias familiares.
Ahora
que ella se fue, sus virtudes más que sus defectos recrean mis horas de
soledad. Su comprensión, el cariño por sus hijos, su inclinación a hacer el
bien influida por su fe religiosa y la amistad de la siempre hizo gala, fueron
demostraciones que la distinguieron siempre.
Recuerdos
de ella sumidos en la inconsciencia y que ahora resurgen con intensidad
avivados por su ausencia. Recuerdos buenos que alegran por momentos mi desazón
y me hacen comprender que Cande fue una gran mujer con la que tuve el enorme
placer de convivir con ella durante tantos años.
Sí,
ahora que la perdí la lloro todos los días y no me avergüenzo al confesarlo. Mi
llanto, nacido del dolor y el sufrimiento, se convierte en consuelo al saber
que perdí a una ejemplar mujer, esposa y madre, quien correspondió a mi amor
sin limitación alguna; con un amor que ahora con su ausencia continúa latente, en
tanto mi corazón tenga vida para seguir recordándola.