Vida y obra

Presentación del blog

A través de este blog, don Leonardo Reyes Silva ha puesto a disposición del público en general muchos de los trabajos publicados a lo largo de su vida. En estos textos se concentran años de investigación y dedicación a la historia y literatura de Baja California Sur. Mucho de este material es imposible encontrarlo en librerías.

De igual manera, nos entrega una serie de artículos (“A manera de crónica”), los cuales vieron la luz en diversos medios impresos. En ellos aborda temas muy variados: desde lo cotidiano, pasando por lo anecdótico y llegando a lo histórico.

No cabe duda que don Leonardo ha sido muy generoso en compartir su conocimiento sin más recompensa que la satisfacción de que muchos conozcan su región, y ahora, gracias a la tecnología, personas de todo el mundo podrán ver su trabajo.

Y es que para el profesor Reyes Silva el conocimiento de la historia y la literatura no siempre resulta atractivo aprenderlo del modo académico, pues muchas veces se presenta con un lenguaje especializado y erudito, apto para la comunidad científica, pero impenetrable para el ciudadano común.

Don Leonardo es un divulgador: resume, simplifica, selecciona una parte de la información con el fin de poner la ciencia al alcance del público. La historia divulgativa permite acercar al lector de una manera amigable y sencilla a los conocimientos que con rigor académico han sido obtenidos por la investigación histórica.

Enhorabuena por esta decisión tan acertada del ilustre maestro.

Gerardo Ceja García

Responsable del blog

miércoles, 26 de agosto de 2020

JUNTOS, SIEMPRE JUNTOS

No quiero pensar en mi desgracia por haber perdido a la mujer que siempre quise y a quien seguiré recordando por sobre todas las cosas. Son una desolación y tristeza irrenunciables que me lleva a pensar en ella en cada momento, en cada detalle, lamentando siempre su ausencia.

Un escritor, Elías Canetti dijo en una ocasión que “nadie muere de tristeza; al contrario, de tristeza se vive”. Y yo, que espero el final para reunirme con ella, mi ser continúa sufriendo y me pregunto en forma egoísta: “¿Sí yo muero, quien la recordará? ¿Quién celebrará —como dice Savater— sus gestos perdidos, su voz ya inaudible, su temple de fuego y miel, sus defectos que tanto echo de menos, sus virtudes que salvaron y alumbraron mi vida? Y sigue diciendo: “Ella me protegió siempre durante toda nuestra vida juntos, me insufló ánimos, vitalidad y alegría, probablemente sin intentarlo siquiera”.

Mis dotes de modesto escritor no bastan a describir mis sentimientos hacia Cande pero, por otra parte, a lo mejor sí porque si yo no lo hago quien lo hará. Por eso necesito hablar de ella de nuestra vida juntos, de las batallas ganadas y perdidas, de la grandeza de nuestro insuperable amor, Por eso también debo relatar lo que fue, como superamos los retos de la vida y como, a pesar de todo, supimos llenar de alegría nuestros corazones.

Ya he contado como conocí a Cande cuando trabajaba como maestro en el poblado de Santo Domingo. Y como después de un corto noviazgo nos casamos y unidos permanecimos 64 años acompañados de siete hijos y muchos nietos y bisnietos. Eso fue en los primeros 27 años, ya que en 1982 perdimos a Guillermo nuestro primogénito, en un encuentro con narcotraficantes.

Durante los años de matrimonio, mi esposa fue la compañera y la amante ideal. Desde el inicio estuvo a mi lado, no obstante las dificultades a que nos vimos expuestos. Pero ni una queja escuché de sus labios, al contrario fue feliz con el nacimiento de sus hijos y por estar al lado de un hombre que compartió su amor sin limitación alguna.

La conocí en sus más íntimos deseos; compartimos momentos felices que fueron mucho más, quizás, de las horas de sufrimiento. Porque disfrutaba esos momentos de alegría mucho más cuando estaba a su lado. Aniversarios, cumpleaños, celebraciones como el Día de la Madre, Noche Buena y Año Nuevo, de las visitas a nuestros familiares radicados en Guadalajara, Loreto o en el poblado donde la vi por primera vez, pero sobre todo por el nacimiento de nuestros hijos, el mayor tesoro que una madre puede heredar.

Y fue por eso el amor que le tuvo a Guillermo, nuestro primer hijo, ese que ya en plena juventud quiso y fue militar. Una vez, en el poblado de Magdalena del estado de Jalisco subimos a una avioneta que nos llevó a la comunidad de Huajimic en la zona montañosa de Nayarit, lugar donde Guillermo, con su grado de Teniente, estaba al mando del pelotón que guarnecía ese poblado. Martha, su leal compañera, nos atendió de la mejor manera y más porque estaban de visita los abuelos de su hija Marthita.

Cuando regresamos a La Paz le pregunté: ¿Te animas a volver de nuevo? –Sí, sí —fue su respuesta— donde esté mi hijo allá vamos a ir. Y cumplió sus deseos porque meses después viajó sola a la población de Acaponeta, sin importarle los peligros e incomodidades que ello representaba. Pero no le importó. Fue más el amor de una madre por estar al lado de su hijo adorado. Y así lo visitamos en Toluca, Cuernavaca y Tepic, lugares donde cumplía sus deberes militares. Para ella el colmo de la felicidad era cuando venía de vacaciones a fin de disfrutar del calor del hogar y pasar momentos felices al lado de sus padres y sus hermanos.

Como olvidar los viajes al Valle de Santo Domingo para visitar a sus hermanos José Luis, Juan y Josefina. Era una verdadera aventura pero allá íbamos con nuestros hijos pequeños hasta llegar a la parcela ejidal que cultivaba Juan acompañado de su esposa Monserrat. Bajarse del vehículo y correr en busca de sandías, melones y mazorcas fue el premio para nuestros hijos. Y después, en el rancho de Josefina y su esposo Enrique, la comelitona de higos, mangos y uvas entreverada con las risas infantiles.

Como olvidar las visitas a mi hermana Anastacia y su esposo Aurelio radicados en Guadalajara, padres de numerosos hijos a quienes, como sobrinos, siempre les guardamos aprecio. Pero me emociona al recordar cómo te quería Aurelio no tanto por ser mi esposa, sino por tu don de gentes y el cariño que sentías hacia él, en particular. Y cuando enfermó de gravedad estuviste a su lado reconfortándolo como si fuera tu padre que perdiste cuando eras niña. Y los recorridos tomados de las manos de los mercados Corona y San Juan de Dios, de la hermosa catedral, de los desayunos en el restaurante La Chata, donde en varias ocasiones le dijiste al mesero que le pusiera más queso a los chilaquiles. Fueron días felices compartidos sin que nada empañara nuestra felicidad.

Cuando se vive en plenitud en el presente y los recuerdos felices ocupan el lugar de los que ocasionan tristeza o sufrimiento, éstos se olvidan con el paso del tiempo, pero resurgen cuando menos se espera. En mi caso y a escasos dos meses y medio de tu muerte, aún no puedo y creo que jamás, mientras permanezca en este mundo, olvidarte por lo mucho que te amé en vida. Tal vez mengue con el paso de los años, pero esa espina clavada en mi corazón no desaparecerá jamás.

Es por eso el recuerdo de los tiempos felices de nuestro matrimonio. Es por eso de los múltiples detalles que denotan su presencia y me hacen más llevadera mi desgracia. Porque al recordarlos el pesar se aleja momentáneamente y la resiliencia me ayudará a superar las circunstancias traumáticas que ocasionó su fallecimiento.

Yo la quise mucho y mi amor se acrecentó en los últimos años cuando quedamos solos con las enfermedades encima, pero felices por compartir nuestras vidas. Y la rutina formaba parte de esa querencia, Por las tardes, después de la comida, se apoltronaba en la sala para solazarse con las películas de su gusto. Muchas veces la acompañaba en especial cuando estaban subtituladas ya que mi sordera me impedía escucharlas, al contrario de ella que tenía un oído excelente. Al caer la tarde, después de dos o tres horas, se levantaba para continuar con los quehaceres del hogar. Tenía un gusto particular con el queso rallado y el aguacate; tanto le gustaban estos frutos que un día se indigestó por comerse uno de buen tamaño. Y cuando se acordaba soltaba la risa.

En una ocasión viajamos a la ciudad de Monterrey, con motivo de la graduación de nuestra hija Martha Patricia —la socoyota— quien hizo un posgrado en su profesión de educadora de enseñanza preescolar. Unos días antes le dije: “¿Qué te parece si vamos a Monterrey?, a Martha le dará mucho gusto estar con ella”. Y allá fuimos los dos, primero en el transbordador hasta Mazatlán y luego en autobús hasta la capital de Nuevo León. Fue un viaje agotador de cerca de dieciocho horas, pero no las sentimos dado que esas horas sirvieron para sentirnos más unidos que nunca como una luna de miel atrasada.

El nuestro fue un amor callado, sin aspavientos. Mis defectos como esposo, malhumorado las más de las veces, en otras agresivo o intolerante, eran aceptados sin alteraciones porque siempre antepuso su amor por mí, y por eso callaba ante mis arrebatos. Aunque a veces se alteraba cuando sentía que era injusto con ella, y entonces con enojo me replicaba airadamente mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Porque Cande tenía un fuerte carácter y lo demostró muchas veces cuando sus hijos se encontraban en problemas. Agustín, nuestro hijo puede dar prueba de ello. Fue con esa fuerza interior como pudo superar sus desgracias familiares.

Ahora que ella se fue, sus virtudes más que sus defectos recrean mis horas de soledad. Su comprensión, el cariño por sus hijos, su inclinación a hacer el bien influida por su fe religiosa y la amistad de la siempre hizo gala, fueron demostraciones que la distinguieron siempre.

Recuerdos de ella sumidos en la inconsciencia y que ahora resurgen con intensidad avivados por su ausencia. Recuerdos buenos que alegran por momentos mi desazón y me hacen comprender que Cande fue una gran mujer con la que tuve el enorme placer de convivir con ella durante tantos años.

Sí, ahora que la perdí la lloro todos los días y no me avergüenzo al confesarlo. Mi llanto, nacido del dolor y el sufrimiento, se convierte en consuelo al saber que perdí a una ejemplar mujer, esposa y madre, quien correspondió a mi amor sin limitación alguna; con un amor que ahora con su ausencia continúa latente, en tanto mi corazón tenga vida para seguir recordándola.


Agosto 22 de 2020

viernes, 14 de agosto de 2020

¿CÓMO OLVIDARTE? ll

En la presentación de
un libro de su esposo.  

 Los últimos años Cande y yo nos acostumbramos a vivir solos más que nunca, debido al abandono de nuestros hijos cuando ellos formaron sus propias familias, aunque con regularidad nos visitaban. Pero al atardecer se despedían y entonces añorábamos los años felices cuando alegraban el hogar, mientras la nostalgia nos invadía cuando nos dábamos cuenta que esos tiempos no volverían.

Sin embargo, el hecho de estar solos no interrumpió la costumbre de sentirnos más cerca uno del otro, es más afirmó los lazos amorosos que siempre nos tuvimos. Era como al principio, cuando nos unimos en matrimonio para convertirnos en una pareja que se enfrentó a los vaivenes de la vida logrando salir adelante.

Cierto, en el transcurso de nuestra vida en común sorteamos muchas dificultades y desencuentros por cosas triviales, discusiones que no llegaron a mayores, conatos de separación debido a mis torpezas como esposo, indiferencia hacia una mujer que me había dado lo mejor de ella, su amor y la comprensión que ese sentimiento requería.

—Te aguanto por mis hijos— me dijo un día mientras lágrimas amargas resbalaban por sus mejillas. Fue uno de esos momentos en que la razón y el arrepentimiento calaron hondo y no hallé otra salida que dejarla con su enojo. Pero horas después, cuando estaba preparando la cena, me acerqué y la abracé por la espalda. No me dijo nada aunque comprendió que ese gesto amoroso era mi disculpa por haberla ofendido.

Es verdad que no estuve a su lado en múltiples ocasiones cuando incursioné en el sindicalismo, en la política y durante los años que trabajé en el gobierno estatal y en el municipio, o en los meses en que fui a estudiar la licenciatura en la escuela normal superior de la ciudad de Tepic, Nayarit. Y durante esos seis años, en los meses de julio y agosto, ella estuvo al cuidado de nuestros hijos. Sin eso, sin su respaldo, jamás hubiera logrado lo que ahora soy.

—Gastas mucho dinero en comprar libros— me reclamaba mientras su vista recorría los libreros que poco a poco se iban llenando con ellos.

Con la lectura de estos libros —le expliqué— voy a tratar de escribir algunos con temas de la Baja California. A partir de ese día, cuando me veía encerrado en mi pequeña biblioteca, le recomendaba a mis hijos que no me molestaran. Ella en los quehaceres del hogar y yo investigando y escribiendo.

—Hoy en la noche voy a presentar un libro de mi autoría, así es que arréglate porque me vas a acompañar—. Y así, la mayoría de las veces —unas veinte— se encontraba sentada en las filas de enfrente. Y yo sabía, al mirar sus hermosos ojos verdes, del orgullo y la admiración que sentía por ser la esposa de un escritor.

He escrito en varias ocasiones como ella, con sus limitaciones, logró también demostrar su capacidad e iniciativa, emulando a su modo lo logrado por mí en las letras. Un día de tantos me sorprendió cuando me dijo:

—Te aviso que voy a vender productos Stanley. Ya hablé con el proveedor —un señor de apellido Huerta— y voy a recorrer las colonias para vender esos productos por catálogo—. Y mientras me lo decía mostraba los catálogos de lociones, cremas, desodorantes y otros artículos de belleza, además de los precios de los mismos.

Durante varios años le fue muy bien en el negocio. Entre comidas se daba tiempo para visitar los hogares recibiendo pedidos y entregando la mercancía. Para eso, le compré un “bochito” utilizado para sus recorridos. Después comenzó a vender productos de belleza Mary Key y de artículos para el hogar que resultaron buenos negocios. Yo sabía que disfrutaba al hacerlo, como diciéndose a sí misma —“ves, yo también puedo”.

Así transcurría nuestra vida en común, pero los años se nos vinieron encima y tanto ella como yo, alejados de nuestras actividades, nos refugiamos en nuestro hogar, sin hacer otra cosa que los trabajos de rutina, eso sí con las dificultades de dos personas rodeadas con las secuelas de la ancianidad.

Los dos, en la relativa soledad fuimos felices. Ayudarnos el uno al otro, estar pendiente de nuestra salud pero, sobre todo, sentirnos más unidos que nunca, con un amor sereno, sin complicaciones, olvidando que la desgracia pudiera afectarnos algún día. Cuando se es feliz nunca se piensa en la muerte, a pesar de que ella rondaba siniestramente sobre nuestras vidas.

Y ya ves lo que pasó. Ahora, con la tristeza y mis lágrimas por tu ausencia, me repito a cada momento ¿cómo olvidarte? Si tú fuiste la madre de nuestros seis hijos, a los que criaste por los senderos del bien al grado de inculcarles a nuestros nietos y bisnietos el respeto y la admiración por la progenitora de nuestra familia.

Como olvidarte si en cada rincón de la casa está tu presencia y hay momentos en que parece que estás a mi lado, con tu sonrisa silenciosa y la mirada expectante cuando me preguntabas: “¿Que vas a desayunar?”. Y de inmediato se dirigía a la cocina a fin de preparar los alimentos los que, invariablemente, compartíamos juntos.

Como olvidarte, si uno al lado del otro cuando caía la tarde nos sentábamos en el porche saboreando una taza con café acompañada de galletas de avena, mientras mirábamos caer la noche con sus estrellas en el firmamento. Y así contemplábamos esos atardeceres unidos con nuestro amor y con la creencia de que durarían toda la vida.

Como olvidarte si tus hijos te cuidaban con el fin de atenuar tus enfermedades y estaban pendientes de que tomaras las medicinas recomendadas por la doctora del Seguro Social y del cardiólogo quien controlaba las arritmias de tu debilitado corazón.

Como olvidarte si dos días antes de tu muerte te veía contenta y participabas de la plática con los familiares que estaban de visita, Y fue en esos momentos cuando la desgracia inmisericorde dañó tu cuerpo hasta acabar con tu vida un día después.

—Yo te dije esa noche aciaga después que te arropaste en la cama: “Voy a estar pendiente de tu sueño y mañana te llevó al doctor”. No me contestaste porque ya estabas medio dormida. Y a las cuatro de la mañana —yo dormía en una recámara frente a la suya— te encontré en el piso, recostada a un lado de la cama, inerte y con los ojos cerrados. Al verte creí que te habías caído y estabas dormida en esa posición. Pero no, cuando te hable y traté de moverte me di cuenta de tu frialdad. Entonces llorando te abracé y con besos desesperados te preguntaba: ¿Que pasó, viejita linda, que pasó? Y mis lágrimas rociaron el rostro de la esposa a la que tanto amé.

Como olvidarte si tú fuiste la compañera ideal desde el momento en que unimos nuestros destinos hace 64 años. Con tu apoyo y comprensión, con el amor de tus hijos, con tu carácter firme y decidido, no de sumisión, lograste lo que ambiciona toda madre y mujer: trascender más allá de la muerte porque en vida brindaste amor y generosidad pero, sobre todo, supiste ser la esposa de un hombre que hoy y siempre derramará lágrimas por tu ausencia. Así es que, ¿cómo olvidarte?

Agosto 14 de 2020. 

UN AMOR DESESPERADO

Cande: Fíjate que los últimos días no he podido dormir bien. Hoy me levanté a las tres y media de la mañana, porque el ritmo cardíaco acelerado me despertó. Es por eso que mejor me puse a escribir como se dice entre dormido y despierto.

Este malestar me viene después de tu partida y pienso que tal vez sea motivado por la depresión o la angustia de encontrarme sin tú compañía, esa que durante tantos años compartimos. Creo que es difícil acostumbrarse para mí que tengo tantos años, a vivir en soledad, y más cuando el recuerdo está presente hora tras hora, día tras día. Y hago lo posible por calmar este dolor refugiándome en el cariño y cuidado de nuestra familia, pero no es suficiente. A cada momento mis pensamientos vuelven a ti y un dejo de amargura, de desaliento invade mi corazón.

Trato de distraerme haciendo lo de siempre: ayudarle a Viki a mantener presentable nuestro hogar, leer mucho y escribir, mantener correspondencia con los amigos de siempre. Pero no basta. Como una obsesión no te apartas de mi ser y a lo mejor, por eso, de los ritmos alocados de mi vida.

Y entonces, con la tristeza encima, suelo recordar los proféticos versos de un inmortal poeta, cuando escribió: “Pensar que no la tengo/sentir que la he perdido/como para acercarla mi mirada la busca/mi corazón la busca y ella no está conmigo/ Es tan corto el amor y es tan largo el olvido.

Eso es lo que me pasa. Y ante lo imposible trato de resignarme hablándote todas las madrugadas, frente a tu retrato que tengo en mi estudio. Ahí te doy los buenos días, para después contarte de mí estado de salud, de las cosas de la familia, de las atenciones que recibo de nuestra querida hija Virginia. Y cuando te confieso la falta que me haces, no puedo detener las lágrimas que humedecen mis ojos. Eso me pasa todos los días y no puedo contenerme.

Y es que también me siento culpable de no haberte atendido como debiera durante tu enfermedad que consideré pasajera, pues los síntomas eran de una ciática fácil de curar. Al menos así lo consideraron también Patricia y Juan quienes estuvieron a tu lado. No nos imaginamos que el malestar pudiera tener otro origen más grave. Y ya ves lo que sucedió.

Es por eso de pedirte perdón por lo sucedido y por no haberte llevado al médico de inmediato. Y también perdón porque moriste sin poder despedirte con un beso, sin oír mi voz al rogarte que no te fueras, que no me dejaras sólo. Y ya ves, sucedió lo inesperado, y lo más triste fue que por culpa de la pandemia del coronavirus, el mismo día de tu deceso te llevamos al panteón, sin tener la oportunidad de ofrecerte una misa para salvación de tu alma. Y por si fuera poco, por culpa de la pandemia no hemos podido acudir al cementerio para llevarte flores de tu jardín y lamentarnos al lado de tu sepulcro.

Muchas veces me he preguntado: ¿Por qué este dolor permanente al recordarte? ¿Será por los muchos años que compartimos nuestra vida? ¿O será el amor que nos tuvimos? “No es cierto —dijo un escritor—que dejes de enamorarte al envejecer. La verdad es que envejeces cuando dejas de enamorarte”.

Eso nos pasó. Vivimos enamorados y por eso fue posible compartir nuestras vidas tantos años juntos. Fue un amor sin condiciones, a pesar de los sufrimientos que marcaron nuestra compañía. Un amor sin ostentaciones que compartimos en las buenas y en las malas; un amor callado, sutil, que en infinidad de veces demostramos con una mirada de ternura en señal del cariño que nos teníamos.

Y eso es lo que origina los latidos desenfrenados de mi corazón. Quisiera ser como otros que han perdido sus esposas, se conduelen de pronto y después las olvidan. No es mi caso. A ti, mientras viva, no te olvidaré. Antes al contrario, conforme el tiempo pase más y más avivaré tu recuerdo aunque signifique lastimar mi corazón como ahora.

Pero como te he confesado, no tengo miedo a la muerte. Siempre, mientras viva, no dejaré jamás de poner la cortina del olvido y dejar que los días que me queden mengüen el dolor y la tristeza.

Hasta luego, amor, nos veremos más pronto de lo que esperas.

Agosto 07 de 2020.