Cande:
Fíjate que los últimos días no he podido dormir bien. Hoy me levanté a las tres
y media de la mañana, porque el ritmo cardíaco acelerado me despertó. Es por
eso que mejor me puse a escribir como se dice entre dormido y despierto.
Este
malestar me viene después de tu partida y pienso que tal vez sea motivado por
la depresión o la angustia de encontrarme sin tú compañía, esa que durante
tantos años compartimos. Creo que es difícil acostumbrarse para mí que tengo
tantos años, a vivir en soledad, y más cuando el recuerdo está presente hora
tras hora, día tras día. Y hago lo posible por calmar este dolor refugiándome
en el cariño y cuidado de nuestra familia, pero no es suficiente. A cada momento
mis pensamientos vuelven a ti y un dejo de amargura, de desaliento invade mi
corazón.
Trato
de distraerme haciendo lo de siempre: ayudarle a Viki a mantener presentable
nuestro hogar, leer mucho y escribir, mantener correspondencia con los amigos de
siempre. Pero no basta. Como una obsesión no te apartas de mi ser y a lo mejor,
por eso, de los ritmos alocados de mi vida.
Y
entonces, con la tristeza encima, suelo recordar los proféticos versos de un
inmortal poeta, cuando escribió: “Pensar que no la tengo/sentir que la he
perdido/como para acercarla mi mirada la busca/mi corazón la busca y ella no
está conmigo/ Es tan corto el amor y es tan largo el olvido.
Eso
es lo que me pasa. Y ante lo imposible trato de resignarme hablándote todas las
madrugadas, frente a tu retrato que tengo en mi estudio. Ahí te doy los buenos
días, para después contarte de mí estado de salud, de las cosas de la familia,
de las atenciones que recibo de nuestra querida hija Virginia. Y cuando te
confieso la falta que me haces, no puedo detener las lágrimas que humedecen mis
ojos. Eso me pasa todos los días y no puedo contenerme.
Y
es que también me siento culpable de no haberte atendido como debiera durante
tu enfermedad que consideré pasajera, pues los síntomas eran de una ciática
fácil de curar. Al menos así lo consideraron también Patricia y Juan quienes
estuvieron a tu lado. No nos imaginamos que el malestar pudiera tener otro
origen más grave. Y ya ves lo que sucedió.
Es
por eso de pedirte perdón por lo sucedido y por no haberte llevado al médico de
inmediato. Y también perdón porque moriste sin poder despedirte con un beso,
sin oír mi voz al rogarte que no te fueras, que no me dejaras sólo. Y ya ves,
sucedió lo inesperado, y lo más triste fue que por culpa de la pandemia del
coronavirus, el mismo día de tu deceso te llevamos al panteón, sin tener la
oportunidad de ofrecerte una misa para salvación de tu alma. Y por si fuera
poco, por culpa de la pandemia no hemos podido acudir al cementerio para
llevarte flores de tu jardín y lamentarnos al lado de tu sepulcro.
Muchas
veces me he preguntado: ¿Por qué este dolor permanente al recordarte? ¿Será por
los muchos años que compartimos nuestra vida? ¿O será el amor que nos tuvimos?
“No es cierto —dijo un escritor—que dejes de enamorarte al envejecer. La verdad
es que envejeces cuando dejas de enamorarte”.
Eso
nos pasó. Vivimos enamorados y por eso fue posible compartir nuestras vidas
tantos años juntos. Fue un amor sin condiciones, a pesar de los sufrimientos
que marcaron nuestra compañía. Un amor sin ostentaciones que compartimos en las
buenas y en las malas; un amor callado, sutil, que en infinidad de veces
demostramos con una mirada de ternura en señal del cariño que nos teníamos.
Y
eso es lo que origina los latidos desenfrenados de mi corazón. Quisiera ser
como otros que han perdido sus esposas, se conduelen de pronto y después las
olvidan. No es mi caso. A ti, mientras viva, no te olvidaré. Antes al
contrario, conforme el tiempo pase más y más avivaré tu recuerdo aunque
signifique lastimar mi corazón como ahora.
Pero
como te he confesado, no tengo miedo a la muerte. Siempre, mientras viva, no
dejaré jamás de poner la cortina del olvido y dejar que los días que me queden mengüen
el dolor y la tristeza.
Hasta
luego, amor, nos veremos más pronto de lo que esperas.
Agosto 07 de 2020.
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