En la presentación de un libro de su esposo. |
Los últimos años Cande y yo nos acostumbramos a vivir solos más que nunca, debido al abandono de nuestros hijos cuando ellos formaron sus propias familias, aunque con regularidad nos visitaban. Pero al atardecer se despedían y entonces añorábamos los años felices cuando alegraban el hogar, mientras la nostalgia nos invadía cuando nos dábamos cuenta que esos tiempos no volverían.
Sin embargo, el hecho de estar
solos no interrumpió la costumbre de sentirnos más cerca uno del otro, es más
afirmó los lazos amorosos que siempre nos tuvimos. Era como al principio,
cuando nos unimos en matrimonio para convertirnos en una pareja que se enfrentó
a los vaivenes de la vida logrando salir adelante.
Cierto, en el transcurso de
nuestra vida en común sorteamos muchas dificultades y desencuentros por cosas
triviales, discusiones que no llegaron a mayores, conatos de separación debido
a mis torpezas como esposo, indiferencia hacia una mujer que me había dado lo
mejor de ella, su amor y la comprensión que ese sentimiento requería.
—Te aguanto por mis hijos— me
dijo un día mientras lágrimas amargas resbalaban por sus mejillas. Fue uno de
esos momentos en que la razón y el arrepentimiento calaron hondo y no hallé
otra salida que dejarla con su enojo. Pero horas después, cuando estaba
preparando la cena, me acerqué y la abracé por la espalda. No me dijo nada
aunque comprendió que ese gesto amoroso era mi disculpa por haberla ofendido.
Es verdad que no estuve a su
lado en múltiples ocasiones cuando incursioné en el sindicalismo, en la
política y durante los años que trabajé en el gobierno estatal y en el
municipio, o en los meses en que fui a estudiar la licenciatura en la escuela
normal superior de la ciudad de Tepic, Nayarit. Y durante esos seis años, en
los meses de julio y agosto, ella estuvo al cuidado de nuestros hijos. Sin eso,
sin su respaldo, jamás hubiera logrado lo que ahora soy.
—Gastas mucho dinero en comprar
libros— me reclamaba mientras su vista recorría los libreros que poco a poco se
iban llenando con ellos.
Con la lectura de estos libros —le
expliqué— voy a tratar de escribir algunos con temas de la Baja California. A
partir de ese día, cuando me veía encerrado en mi pequeña biblioteca, le
recomendaba a mis hijos que no me molestaran. Ella en los quehaceres del hogar
y yo investigando y escribiendo.
—Hoy en la noche voy a presentar
un libro de mi autoría, así es que arréglate porque me vas a acompañar—. Y así,
la mayoría de las veces —unas veinte— se encontraba sentada en las filas de
enfrente. Y yo sabía, al mirar sus hermosos ojos verdes, del orgullo y la
admiración que sentía por ser la esposa de un escritor.
He escrito en varias ocasiones
como ella, con sus limitaciones, logró también demostrar su capacidad e
iniciativa, emulando a su modo lo logrado por mí en las letras. Un día de
tantos me sorprendió cuando me dijo:
—Te aviso que voy a vender productos
Stanley. Ya hablé con el proveedor —un señor de apellido Huerta— y voy a
recorrer las colonias para vender esos productos por catálogo—. Y mientras me
lo decía mostraba los catálogos de lociones, cremas, desodorantes y otros
artículos de belleza, además de los precios de los mismos.
Durante varios años le fue muy
bien en el negocio. Entre comidas se daba tiempo para visitar los hogares
recibiendo pedidos y entregando la mercancía. Para eso, le compré un “bochito”
utilizado para sus recorridos. Después comenzó a vender productos de belleza
Mary Key y de artículos para el hogar que resultaron buenos negocios. Yo sabía
que disfrutaba al hacerlo, como diciéndose a sí misma —“ves, yo también puedo”.
Así transcurría nuestra vida en
común, pero los años se nos vinieron encima y tanto ella como yo, alejados de
nuestras actividades, nos refugiamos en nuestro hogar, sin hacer otra cosa que
los trabajos de rutina, eso sí con las dificultades de dos personas rodeadas
con las secuelas de la ancianidad.
Los dos, en la relativa soledad
fuimos felices. Ayudarnos el uno al otro, estar pendiente de nuestra salud
pero, sobre todo, sentirnos más unidos que nunca, con un amor sereno, sin
complicaciones, olvidando que la desgracia pudiera afectarnos algún día. Cuando
se es feliz nunca se piensa en la muerte, a pesar de que ella rondaba siniestramente
sobre nuestras vidas.
Y ya ves lo que pasó. Ahora, con
la tristeza y mis lágrimas por tu ausencia, me repito a cada momento ¿cómo
olvidarte? Si tú fuiste la madre de nuestros seis hijos, a los que criaste por
los senderos del bien al grado de inculcarles a nuestros nietos y bisnietos el
respeto y la admiración por la progenitora de nuestra familia.
Como olvidarte si en cada rincón
de la casa está tu presencia y hay momentos en que parece que estás a mi lado,
con tu sonrisa silenciosa y la mirada expectante cuando me preguntabas: “¿Que
vas a desayunar?”. Y de inmediato se dirigía a la cocina a fin de preparar los
alimentos los que, invariablemente, compartíamos juntos.
Como olvidarte, si uno al lado
del otro cuando caía la tarde nos sentábamos en el porche saboreando una taza
con café acompañada de galletas de avena, mientras mirábamos caer la noche con
sus estrellas en el firmamento. Y así contemplábamos esos atardeceres unidos
con nuestro amor y con la creencia de que durarían toda la vida.
Como olvidarte si tus hijos te
cuidaban con el fin de atenuar tus enfermedades y estaban pendientes de que
tomaras las medicinas recomendadas por la doctora del Seguro Social y del
cardiólogo quien controlaba las arritmias de tu debilitado corazón.
Como olvidarte si dos días antes
de tu muerte te veía contenta y participabas de la plática con los familiares
que estaban de visita, Y fue en esos momentos cuando la desgracia inmisericorde
dañó tu cuerpo hasta acabar con tu vida un día después.
—Yo te dije esa noche aciaga
después que te arropaste en la cama: “Voy a estar pendiente de tu sueño y
mañana te llevó al doctor”. No me contestaste porque ya estabas medio dormida.
Y a las cuatro de la mañana —yo dormía en una recámara frente a la suya— te
encontré en el piso, recostada a un lado de la cama, inerte y con los ojos
cerrados. Al verte creí que te habías caído y estabas dormida en esa posición.
Pero no, cuando te hable y traté de moverte me di cuenta de tu frialdad.
Entonces llorando te abracé y con besos desesperados te preguntaba: ¿Que pasó,
viejita linda, que pasó? Y mis lágrimas rociaron el rostro de la esposa a la
que tanto amé.
Como olvidarte si tú fuiste la compañera ideal desde el momento en que unimos nuestros destinos hace 64 años. Con tu apoyo y comprensión, con el amor de tus hijos, con tu carácter firme y decidido, no de sumisión, lograste lo que ambiciona toda madre y mujer: trascender más allá de la muerte porque en vida brindaste amor y generosidad pero, sobre todo, supiste ser la esposa de un hombre que hoy y siempre derramará lágrimas por tu ausencia. Así es que, ¿cómo olvidarte?
Agosto 14 de 2020.
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