No se dio cuenta y de pronto Manuel ya se había convertido en un hombre
que ingería bebidas embriagantes casi todos los días. Su oficio de mecánico
automotriz le dejaba buenas ganancias que convertía en botes de cerveza o bien
de las mentadas ballenas. Y así, conduciendo su vehículo, le gustaba llegar a
los ranchos cercanos a la ciudad donde, en compañía de eventuales amigos,
pasaba las horas en pláticas amenas hasta dar fin a las bebidas.
En su taller mecánico nunca faltaron los amigos los que, conociendo su
gusto, le llevaban diversas marcas de la ambarina que disfrutaban en tanto
Manuel arreglaba las descomposturas de los carros. Cuando terminaba el trabajo
ya estaba a medio chiles y era común que siguiera por su cuenta la borrachera.
Y así, día con día.
Entregado a su trabajo y a la dulce vita, era poco el interés que tenía
por su familia. Vivía con sus padres y un hermano menor que cursaba sus
estudios en una escuela preparatoria instalada en la periferia de la ciudad. De
vez en cuando lo ayudaba para pagar la colegiatura y la adquisición de los
libros de texto. Pero eso era todo.
En una ocasión, al llegar a la casa, saludó a su madre, pero al darse
cuenta de que había llorado, le preguntó: ¿Qué te pasa, jefa? Por toda
respuesta, las lágrimas volvieron a
asomar a sus ojos y con voz lastimera le confesó: “Fíjate Manuel que tu hermano
anda metido con las drogas. Hoy en la mañana me robó el dinero que tenía
guardado para pagar el gas y al revisar su cómoda, me encontré un sobrecito con
una sustancia parecida a la harina. Tu papá me dijo que es cocaína.
—Hasta la borrachera se me quitó con la noticia— confesó después el
Meño, como cariñosamente le decían. De pronto le dio mucho coraje y se propuso
llamarle duro la atención a su hermano. Pero, pensó: “¿Qué le puedo decir si yo
también soy un vicioso? Tiene que haber
una solución para que deje su adicción por las drogas”.
Así pasó una semana. Eran los últimos días del año y en su casa se
notaba el ajetreo para preparar la cena del 31 y la compra de algunos licores
propios de la estación invernal. Manuel, para no variar, llevó un cartón de 24
cervezas Modelo porque eran sus preferidas. Como a las diez de la noche comenzó
el festejo, aunque ya antes Meño se había echado unas cuantas cervezas. Su
hermano, arrinconado en un sillón de la sala, no participaba y se mostraba un
tanto desesperado, quizá por la falta de la droga.
Llegaron las doce de la noche y entre los abrazos y deseos de bienaventuranza,
la familia compartió la cena, mientras escuchaban las doce campanadas de la
iglesia cercana y el tronar de los cohetes y uno que otro balazo disparado por
personas irresponsables. Después de esos momentos de espontanea felicidad,
Manuel se dirigió a su hermano y lo invitó a salir al patio, pues deseaba hacer
un compromiso con él.
—Mira —le dijo— sé que andas metido en las drogas y eso te va a llevar
a la perdición. Perderás tus estudios y no serás nada en la vida.
—Y tú —le respondió su hermano— también no dejas de emborracharte y
quieres que yo deje mi vicio.
—Por eso, quiero hacer un compromiso contigo y ponemos a Dios por
testigo. Vamos a tratar de que no caiga la desgracia a nuestra familia.
Nuestros padres no lo merecen.
—¿Y de qué se trata?
— “Bueno, a partir de este día —era la una del Año Nuevo— tú y yo vamos
a dejar el vicio. Yo dejaré de tomar y tú te alejarás definitivamente de
consumir drogas”. Y dicho lo anterior le extendió la mano para sellar el pacto,
de hermanos y de hombres. Después, abrazados, con la emoción reflejada en sus
rostros, exclamaron: ¡Feliz Año Nuevo!
Ya han pasado veinte años y el compromiso sigue vigente. A fuerza de
voluntad lograron cumplir su promesa. Y aunque hubo momentos de debilidad, los
dos enderezaron su camino y hoy, como asegura Manuel, fue lo mejor que han
hecho en su vida.
Diciembre 22 de 2016.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario