Cuando escribí
esta crónica me acordé de la novela de Pearl S. Buck conocida como “La Buena
Tierra”, obra que, por cierto, la hizo merecedora al premio Pulitzer en 1932.
Es el relato de una familia de campesinos chinos y de sus tenaces esfuerzos por
conservar la tierra que le fue heredada.
En 1964, después
de un movimiento popular que pedía un cambio en la gubernatura del entonces
Territorio de Baja California Sur, el presidente Gustavo Díaz Ordaz designó al
licenciado Hugo Cervantes del Río, a quien por sus dotes oratorias dicen que la
gente de Todos Santos le endilgaron el sobrenombre de “El pico de oro”.
Hombre
carismático, de gran experiencia política por haber ocupado altos cargos en la
administración pública y civil por añadidura, el nuevo gobernador realizó un intenso
programa de trabajo durante los seis años que duró al frente de los destinos de
la entidad.
Aunque se esforzó
por hacer realidad la sentencia de que “la hora de Baja California Sur ha
sonado”, lo cierto es que las limitaciones presupuestales y la falta de apoyo
de las dependencias del gobierno federal, le impidieron lograr con más amplitud
sus propósitos. Aún así, atendió en la medida de lo posible los servicios
públicos; en su período se construyó el hospital Salvatierra y se terminaron
los tramos carreteros La Paz-San José del Cabo y el de Ciudad
Constitución-Loreto.
Las personas que
integraron su equipo de trabajo lo catalogaron como un funcionario de recio
carácter, no obstante su apariencia física y su tono amable al hablar. Uno de
sus directores que sintió en carne propia los desfogues de sus enojos, opinó
que salvo el uniforme, los civiles tenían iguales tamaños que los militares.
Así debió haber sido la regañada.
Pero como lo que
comienza tiene que terminar, llegó el día en que Cervantes del Río tuvo que
despedirse del pueblo sudcaliforniano, para dar paso al nuevo gobernante ese
sí, nativo de corazón, el ingeniero Félix Agramont Cota quien estuvo al frente
de la entidad en los años de 1971 a
1975.
Cuentan que la
despedida que le hicieron los agricultores del Valle de Santo Domingo fue
emotiva, pero nada del otro mundo. Lo que le dio trascendencia y que quedó
grabado en el recuerdo de lo anecdótico, es el regalo que casi a lo último le
entregó don Isidro Rivera, viejo luchador por el desarrollo agrícola de esa
zona.
Con modestas ropas
de trabajo, en las manos rugosas su inseparable sombrero de palma y la sonrisa
abierta para todos, don Isidro se acercó al hombre que se despedía y le entregó
una pequeña caja de cartón, diciéndole:”Licenciado, a nombre de los campesinos
de este valle, de los hombres y mujeres que luchan a diario por conservar y
hacer producir esta región de México, le hacemos entrega de este regalo, para
que nunca nos olvide…”.
Cervantes del Río
lo abrazó, le dio brevemente las gracias y procedió de inmediato a abrir el
modesto obsequio. Le llamó la atención el peso del mismo y se imaginó que eran
frutas o algún tipo de semillas producidas en su rancho. Por eso, grande fue su
sorpresa cuando se dio cuenta que la caja contenía solamente tierra, ese
material común, que sin embargo es fuente generadora de vida, y para las
familias de esa región, la razón primaria de su existencia.
Estos pensamientos
cruzaron centelleantes por el cerebro del homenajeado y eso fue causa que, de
pronto, sintiera como nunca antes, la identificación con esa masa de personas,
con su lucha tenaz, desesperada a veces, pero siempre insistente en hacer
producir la tierra como fuente de vida.
Era, en su más
clara esencia, el amor a la tierra, la nuestra, la sudcaliforniana.
Diciembre 24 de 2016.