Al inicio de la semana, mi nieta
Marta y su esposo Carlos me platicaron que la familia Uribe Mendoza los habían
invitado a pasar los días jueves y viernes en su finca que tienen en el cercano
pueblo de San Pedro. Y que la invitación la hacían extensiva a nosotros —mi
esposa y yo— para que los acompañáramos.
A Rosa María y Antonio los
conozco tiempo atrás. Ella, maestra de profesión al igual que su esposo, han
conformado un matrimonio feliz al lado de sus tres hijos, uno de ellos,
Antonio, quien estuvo con sus padres esos días. La convivencia con ellos fue
interesante, aparte de disfrutar una rica comida de calamares rancheros y el
viernes pargos envueltos en papel aluminio cocidos a las brasas.
La finca —de descanso dice
Antonio— la adquirieron hace veinte años y poco a poco la hicieron habitable. Con
paciencia comenzaron a sembrar árboles frutales y ahora ya grandes, aparte de
sus frutos, dan una protectora sombra. Naranjos, ciruelos, mangos, sin faltar
el insustituible árbol conocido como ciruelo del monte, ese que contiene un
hueso llamado chunique y dentro de él
una pepita la cual, combinadas con miel, es una delicia.
Bueno, mientras esperábamos la
hora de la comida, tuve una amena plática con Uribe sobre diversos temas, entre
ellos su vida como maestro en el medio rural en la región montañosa del estado
de Durango, adonde lo comisionaron para atender la escuela de una comunidad de
indígenas tepehuanes. A sus dieciséis años tuvo que enfrentarse a una cultura
extraña, pero afortunadamente y gracias a su don de gentes y espíritu de
servicio, logró ganarse la confianza de las familias del lugar.
Cuando me platicó que al
retirarse de esa comunidad, después de dos años de labor docente, los niños y
sus mamás lo despidieron con lágrimas, rogándole que no los abandonara, le dije
que eso fue por su labor de misionero, y le recordé el símil cuando los
jesuitas abandonaron la península de la Baja California en 1768 y los indios de
sus misiones arrodillados les pedían que no se fueran.
Cuando regresó a Tepic —él es
originario de ese estado— tuvo la oportunidad de terminar su carrera como
maestro en el Instituto Federal de Capacitación del Magisterio y ya en los años
sesenta llegó a la ciudad de La Paz donde reside actualmente.
Rosita, por su lado, ha sido una
incansable promotora cultural. Durante muchos años fue la presidenta del
Patronato del Teatro Juárez habiendo logrado la restauración de este importante
monumento histórico. Es fundadora de la academia de danza Mejibó y tiene en su
haber dos libros de crónicas, “Huellas Ancestrales” y “Crónicas de mi Pueblo”.
Recordando, recordando, Antonio
me platicó que conoció en Nayarit a los maestros que en los años cincuenta
llegaron a nuestra entidad, entre ellos a Emilio Maldonado Ramos, Mario Olvera
Moreno, Eliseo Medina, José Frausto Ávila, José Nuño García y Alejandro Mota
Vargas. Yo también los conocí, pues a algunos de ellos los mandaron al Valle de
Santo Domingo en los años en que me encontraba laborando en una de las escuelas
de esa región.
El viernes al mediodía, cuando
estábamos en sabrosa charla, Rosita nos dio la triste noticia. A través de su
celular le informaban que en el estacionamiento de City Club habían privado de
la vida al periodista Max Rodríguez. Pocos minutos después, el medio
electrónico Colectivo Pericú amplió la información. Un Viernes Santo que no se
olvidará fácilmente.
Y hablábamos de amigos que han
muerto, como Néstor Agúndez Martínez, el prestigiado poeta sudcaliforniano. Y
del próximo traslado de sus restos a la Rotonda de los Sudcalifornianos
Ilustres. Ante esos propósitos Rosita recordó los últimos deseos del amigo. “Cuando
muera, quiero que mis restos descansen para siempre en el pueblo al que tanto
quise, Todos Santos”.
En fin, fue una estancia
agradable entre amigos de la calidad de Rosa María y Antonio. Con ganas de que
se repita, pero ¿esperaremos hasta la siguiente Semana Santa? Creo que no,
porque Uribe prometió regalarme una planta de níspero y tendré que visitarlos
antes que se arrepienta.
Abril
15 de 2017.
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