Doña Cande Murillo de Reyes con sus bisnietos |
LA CONOCÍ EN UN PEQUEÑO poblado del Valle de Santo Domingo, adonde fui a trabajar allá por los años cincuenta del siglo pasado. Ella formaba parte de una familia que llegó a ese lugar proveniente de Loreto, esperanzada en lograr un mejor medio de vida en esa región dedicada a las actividades agrícolas.
El poblado
que lleva el mismo nombre del Valle estaba formado por una serie de casas de
madera que se alineaban alrededor de una sola calle de la que nunca supe el
nombre. Según contaban, la madera era parte del naufragio de un barco que encalló
varios kilómetros al oeste de ese lugar.
Después de
varios meses de relaciones nos casamos por lo civil, con la aceptación de su
mamá —su padre había muerto unos años antes— y de sus cuatro hermanos. Fue una
boda sencilla y apresurada a la que asistieron pocos invitados. Y es que
nuestras condiciones económicas no daban para más.
Iniciamos
nuestra vida marital en una casita de madera proporcionada por un vecino del
lugar, y ya después en un jacal construido en las orillas del pueblo que tenía
por paredes varas entrelazadas de palo de arco, petates y hojas de palma para
el techo. Con el paso de los meses, ahí nació nuestro primer hijo que afianzó
el amor que nos teníamos.
Al paso de
los años nacieron dos más, una mujer y un varón, por lo que la vida se complicó
un poco más. Afortunadamente siempre contamos con la protección de la familia
de ella, ya que los dos últimos años de mi estancia en ese poblado nos
permitieron vivir en su casa. Y eso fue porque me comisionaron a trabajar en
otra comunidad que no tenía las comodidades necesarias, así que preferí dejar a
la familia con mi suegra.
Recuerdo
que los fines de semana recorría caminando los casi veinte kilómetros que
separaban las dos comunidades con el fin de estar al lado de mi esposa y de mis
hijos. Y también convivir con los amigos y los hermanos de mi consorte. Por
supuesto con mi suegra quien siempre demostró un gran amor por mi familia.
Cuando,
después de permanecer seis años en el Valle de Santo Domingo, me trasladaron a
La Paz, mi vida dio un giro importante. Dos años antes había construido una
modesta casa de material en una esquina del terreno que poseía mi papá en las
orillas de la ciudad, previendo que algún día regresaría acompañado de mi
esposa y mis hijos.
Al
principio mi esposa extrañó a la familia que había dejado en el Valle, pero
poco a poco se fue acostumbrando y se adaptó a su nuevo ritmo de vida. Sobre
todo porque al lado de mi casa vivían mis padres que la acogieron con cariño y
le ofrecieron toda la ayuda posible.
Y así
pasaron los años. A los tres hijos que nacieron el Santo Domingo se sumaron
otros tres más —mujeres— por lo que los cuidados de los mismos requirieron todo
el tiempo de mi esposa. Hasta eso que siempre fue una madre responsable. Además
de alimentarlos aprendió a coser y en una vieja máquina Singer confeccionaba
los vestidos y los pantalones de sus hijos. Después, para nivelar un poco los
gastos de la casa, confeccionaba ropa ajena ocupando parte de la noche para
cumplir con los pedidos. De esa calidad era mi esposa. Pero ¿por qué el mote de
“la leona”?
Cuando los
hijos crecieron ingresaron a una escuela primaria y uno de ellos ya cursaba el
tercer año. En cierta ocasión, el niño se retrasó en llegar a la casa y su
mamá, preocupada, preguntó la razón de ello. —“Es que el profesor lo dejó
castigado porque se peleó con otro niño” —le platicó otro de sus hijos.
Oír lo
anterior y dejar todo lo que estaba haciendo fue cosa de minutos. Como la
escuela se encontraba a tres cuadras de distancia, tarde se le hizo para
llegar. Ahí encontró al maestro y lo increpó duramente: “¿Por qué castigó a mi
hijo y al otro no? Los dos son culpables y no me parece justo que sólo a mi
hijo lo haya castigado y que lo haya llevado a la dirección jalándolo de las
patillas”.
Pobre
maestro. Se quiso justificar, pero ante la furia de mi esposa no halló otra
salida que disculparse y permitir que el niño se fuera a su casa. Como la
discusión se dio en la oficina del director y cuando mi esposa y mi hijo ya se
habían retirado, el profesor dirigiéndose al encargado de la escuela, le dijo:
—“Ah caray, resultó brava la leona, ¿verdad?
Y fue así
como durante los años que estudiaron mis hijos en esa escuela, cada vez que mi
esposa pasaba a recogerlos era común escuchar a los maestros cuando susurraban:
—“Cuidado, ahí viene la leona”.
Y
efectivamente fue una leona cuidando a sus hijos. Quizá a ello se debe que ya
adultos sientan un respeto y una gran admiración por su madre. Ella llevó
siempre en su corazón la sentencia: “A mis hijos no los toquen”.
Marzo 11
de 2016.
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