Ayer ella
cumplió 78 años y 60 al lado de su esposo. Con seis hijos vivos, muchos nietos
y bisnietos,
ha buscado en la vida los mejores momentos para ser feliz, aunque
estos no han estado exentos de apremios y desalientos, de angustias y
sufrimientos, de desazones y dudas.
Descendiente
de una familia de rancheros, su infancia estuvo rodeada de años felices, tanto
como puede serlo la vida en el campo, compartiendo su tiempo con las aves y los
paseos a caballo con su padre. Con edad suficiente se dio cuenta de las faenas
propias del rancho, las usuales como alimentar a las gallinas, cabras y, sobre
todo, al ganado vacuno que en grandes cantidades existía en ese lugar.
Y hubiera
continuado ahí, si no es que su padre aquejado de una enfermedad no pudo
recuperarse y falleció. Su madre, incapaz de atender las labores propias del
rancho, optó por venderlo y trasladarse a un pueblo donde uno de sus hijos se
convirtió en ejidatario. Sus hijos mayores se casaron; sólo quedaba la última,
la que ayer festejó su cumpleaños.
Cuando cumplía
los catorce años se convirtió en madre adoptiva. Una señora del lugar impedida
de mantener a su hija de tres meses de nacida la abandonó a la orilla de un
arroyo cercano, eso sí bajo la sombra de un mezquite, y la joven que oyó su
llanto la recogió y con ella llegó a su casa. Investigando supieron el nombre
de la madre quien les dijo que si la querían se las regalaba. ¿Mamá me puedo
quedar con ella?
Al cumplir
dieciséis años se casó con un profesor que trabajaba en la escuela primaria del
poblado. Él tenía veinticuatro. De tez blanca, menudita y de bellos ojos
verdes, la joven señora inició su vida de casada y con el paso de los años
madre de tres hijos. No fue fácil su estancia en el poblado, aunque las carencias
las superó con el amor de su esposo y la dedicación a sus retoños. Y claro, con
el apoyo de la madre y sus hermanos.
Así las cosas,
un día al profesor lo cambiaron a la capital de la entidad y allá se fue junto
con su esposa y los hijos. Lejos de su familia, supo adaptarse a las nuevas
condiciones y más cuando encontró protección en los padres de su marido. Era un
matrimonio hasta cierto modo feliz hasta que un malhadado día recibió una
infausta noticia: su madre, junto con un hermano y uno de sus cuñados habían
muerto en un accidente de carretera. Nunca pude comprender como pudo superar
esa terrible tragedia. Quizá fue refugio de su dolor el amor de su esposo quien
compartió día con día su sufrimiento.
Y así pasaron
los años. Los hijos crecieron y el primero de ellos, luego de terminar la
preparatoria, decidió matricularse en el Heroico Colegio Militar de la Ciudad
de México. Cuando terminó sus estudios obtuvo el grado de subteniente y pocos
años después ascendió a teniente. En esa época se casó con una joven oriunda de
la ciudad de Toluca y procrearon dos niñas.
Y otra vez, la
tragedia ensombreció el hogar de los padres del militar. En la búsqueda de un
narcotraficante en un pueblo del estado de Nayarit, frente a su casa, fueron
recibidos a tiros a resultas de lo cual el teniente fue herido de muerte. Un
escueto telegrama de la zona militar se recibió una mañana dando cuenta de lo
sucedido. Otra vez el sufrimiento y el ahogo por el hijo querido. Pero con
valor todo se supera en esta vida. Y con resignación. Hoy sus restos descansan
por siempre en el panteón de los San Juanes de la ciudad. Y cada vez que
visitamos la sepultura las lágrimas de la madre fecundan el recuerdo del hijo
que se fue.
Han pasado ya
muchos años. Presenció con estoicismo la muerte de dos de sus hermanos, los
mayores, y compartió la pena de su esposo por el fallecimiento de sus padres,
sobre todo de ella que tanto la quiso. Pero la vida sigue. Hoy, a sus 78 años,
agobiada por malestares propios de la edad que la obligan a ser muy cuidadosa
en su alimentación, todavía tiene arrestos para atender su hogar y, a pesar de
los años transcurridos, el amor del esposo y de sus hijos le da el abrigo
necesario para ser feliz. Esa mujer es Cande, mi esposa.
21 de octubre de 2016
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