Ayer,
por fin, después de 25 días del fallecimiento de Cande, mi querida esposa, pude
entrar a visitarla en el panteón de los SanJuanes. Y es que las autoridades del
ayuntamiento prohibieron las visitas por temor al contagio del Covid-19 y
solamente permiten la entrada a las personas que murieron con pocos
acompañantes.
Al panteón fuimos varias veces al año, sobre todo para visitar el sepulcro de nuestro hijo primogénito Guillermo. Por supuesto el 2 de noviembre Cande y yo, acompañados de dos de nuestros hijos, llevábamos flores para depositarlas en las tumbas de mis padres, de mi hermano Juan, de su esposa María del Refugio y, de forma especial para Guillermo, el militar valiente que murió en un enfrentamiento con los narcotraficantes.
Ese día caminábamos largas distancias dado que las tumbas están alejadas unas de otras, pero a pesar de su lento caminar debido a una dolencia de una de sus piernas —usaba un bastón— mi esposa recorría a mi lado todos esos tramos. Y al hacerlo, quizá, recordaba a los suyos, su madre y sus cuatro hermanos quienes reposan en los cementerios del Valle de Santo Domingo. Y a ello se debía que durante el recorrido sus ojos se llenaran de lágrimas.
Mi esposa adoraba las plantas de ornato. En el pequeño jardín frente a nuestra casa, cultivaba y regaba cotidianamente buganvillas, corona de Cristo, rosa del desierto, obeliscos, hibisco, flor de la montaña, geranios, azucenas, cuna de Moisés, flor de la montaña y otras más. Hubo un años en que sembró girasoles y a los pocos meses el jardín se embelleció con hermosas y grandes flores amarillas.
Cuando la invitaba a la tienda departamental Home Depot para comprar algo para nuestra casa ya sabía que, invariablemente, me iba a decir: “Vamos a la sala de jardinería”. Y ahí íbamos con la certeza que saldría con una o dos macetas de plantas que no tenía en su jardín. Lo mismo pasaba en los tianguis en donde siempre encontraba plantas al mismo tiempo que decía: “Mira, este color de las flores de geranio no las tengo”, y claro, me tocaba cargar con las dichosas macetas.
En una ocasión y esto es natural en los jardines, nacieron diversas plantas silvestres de nombre desconocido. Cande las regaba al parejo y crecían lozanas, entre ellas le llamaba la atención una de hojas lanceoladas y me decía: “Vamos a esperar a ver que flores da“.
Y la planta creció a la altura de un metro lo que la distinguía de las demás. Un día, mi nuera Cuca visitó nuestra casa y mi esposa la llevó a solazarse con las plantas florecidas de su jardín. “Mira los geranios”, le decía mientras recorrían el pequeño espacio. Y al llegar a la desconocida planta le explicó: “Esta nació sin querer, pero no sabemos que es”. Mientras le señalaba sus hermosas hojas lanceoladas y con hendiduras en sus orillas.
Mi nuera se acercó, cortó una hoja, la machacó entre sus manos y la olió, al mismo tiempo que exclamaba asombrada: “Oye, Cande, esta es una planta de mariguana, ¡Córtala antes de que se den cuenta! A partir de ese día hemos tenido cuidado de que cuando nace una planta parecida de inmediato la cortamos, no vaya a ser la de malas y nos encontremos con una mala sorpresa, digo, si las autoridades se dan cuenta.
Ayer, frente al sepulcro de mi inolvidable esposa, deposité un pequeño ramo de flores de su jardín; buganvillas, cuna de Moisés, rosal del desierto y obelisco. Así lo haré con el paso del tiempo. Es lo más que puedo hacer para una hermosa mujer —esposa y madre— que amó al igual que a su familia, las flores de su jardín.
04 de julio de 2020.
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