Vida y obra

Presentación del blog

A través de este blog, don Leonardo Reyes Silva ha puesto a disposición del público en general muchos de los trabajos publicados a lo largo de su vida. En estos textos se concentran años de investigación y dedicación a la historia y literatura de Baja California Sur. Mucho de este material es imposible encontrarlo en librerías.

De igual manera, nos entrega una serie de artículos (“A manera de crónica”), los cuales vieron la luz en diversos medios impresos. En ellos aborda temas muy variados: desde lo cotidiano, pasando por lo anecdótico y llegando a lo histórico.

No cabe duda que don Leonardo ha sido muy generoso en compartir su conocimiento sin más recompensa que la satisfacción de que muchos conozcan su región, y ahora, gracias a la tecnología, personas de todo el mundo podrán ver su trabajo.

Y es que para el profesor Reyes Silva el conocimiento de la historia y la literatura no siempre resulta atractivo aprenderlo del modo académico, pues muchas veces se presenta con un lenguaje especializado y erudito, apto para la comunidad científica, pero impenetrable para el ciudadano común.

Don Leonardo es un divulgador: resume, simplifica, selecciona una parte de la información con el fin de poner la ciencia al alcance del público. La historia divulgativa permite acercar al lector de una manera amigable y sencilla a los conocimientos que con rigor académico han sido obtenidos por la investigación histórica.

Enhorabuena por esta decisión tan acertada del ilustre maestro.

Gerardo Ceja García

Responsable del blog

jueves, 23 de julio de 2020

LA COMPAÑERA DE SIEMPRE

Va para cuatro años cuando compré un terreno rústico en el fraccionamiento llamado Los Bledales, rumbo a Los Planes, a unos cuatro kilómetros de la ciudad. En esos años había un entusiasmo por adquirir terrenos en esa zona elevada, como un medio para salir del ajetreo y la vida cotidiana que produce efectos de claustrofobia. Eran lotes grandes de 2,500 metros cuadrados, aunque algunos tenían menos.

Cuando mi esposa me acompañó para conocer el terreno me dijo: “Si quieres cómpralo”. Poco a poco sembramos algunas plantas de sombra y frutales. Y durante esos años los árboles crecieron regados pacientemente por ella.

Establecimos un rol de visitas —miércoles y sábado por la tarde— y eran raras las ocasiones en que no me acompañaba, debido a las dolencias de su pierna derecha que le impedía caminar bien. Pero las más de las veces renqueando y apoyada en un bastón, se esforzaba para ir conmigo a regar y limpiar la finca.

Después de transcurrir un año le insinúe: “¿Y si construimos aquí una casita modesta donde podamos dormir un fin de semana y regresarnos al día siguiente a la ciudad?”. Cande se me quedó mirando y con una media sonrisa comentó: “Me parece bien, aunque estará aislada y podemos correr peligro”. La mandé construir de material y le puse por techo lámina acanalada. Las ventanas y las puertas las hizo mi hijo Juan Pedro. Lo extraño es que nunca dormimos en ella por motivos que no recuerdo.

Mandé construir una pila de cinco mil litros y después otra con la misma cantidad debido a que los piperos llevaban en sus vehículos diez mil y no querían dejar menos. De esta forma pudimos regar los treinta árboles que sembramos al principio, cuidando un poco más los frutales.

Por cierto que mi esposa alcanzó a saborear las guayabas y las ciruelas, aunque no le hacía el feo a las ciruelas de la india. Y yo le prometía: “Dentro de un año probaremos las naranjas y los mangos. Ella movía la cabeza afirmando, mientras provista de una manguera regaba la mitad de los árboles. Y así día tras día, durante cuatro años, me acompañó en mis viajes a la nueva propiedad.

Cuando se sentaba a mi lado en la camioneta se convertía en mi copiloto, avisándome cuando los topes se atravesaban en mi camino, pero a veces se le olvidaba y pum, el chasquido en la carrocería. Durante el trayecto platicábamos de nuestros hijos, de los nietos y bisnietos, así como de los sucesos de la vida cotidiana de la familia. Ella era un poco arrogante. Cuando me apresuraba a ayudarla a bajar del vehículo —era una Cherokee con llantas grandes— me miraba desafiante con esos hermosos ojos verdes que tenía, a la vez que replicaba: “¡Déjame, yo puedo sola!” y se resbalaba del asiento hasta llegar al suelo.

Por esos y otros detalles, la admiré y la quise mucho. Sabía, como yo, que nos queríamos sin demostrarle continuamente. El amor a nuestra edad no se expresa, se adivina y se siente. Basta una mirada, una sonrisa y una pequeña caricia en las manos o en la cara para comprender que el amor está ahí, un amor silencioso y profundo que los años nunca pudieron truncar.

La última vez que me acompañó a la finca sembramos cinco plantitas de maguey. Mientras las colocábamos en los huecos, Cande detenía sus tallos con una mano, mientras que con la otra me ayudaba a rellenar de tierra los espacios alrededor de ellas. “Te vas a estropear las uñas” le dije al verlas embarradas de lodo. “No le hace, al rato las lavo, al cabo que las uñas vuelvan a crecer”.

Y es que mi esposa, a sus años, tenía un no sé qué de coquetería. Regularmente se arreglaba las uñas de las manos y de los pies; iba a recortarse el pelo cuando se daba cuenta que lo tenía un poco largo; le gustaba estrenar vestidos y zapatillas aprovechando los regalos de sus hijas.

Dos días antes de morir, lucía sandalias nuevas y muy bonitas. “¿Quién te las regaló?” le pregunté sonriendo. ¡Estas las compré yo!, e hizo un mohín de posesión. Ya no dije nada.

Así era. Y ahora que ya no está con nosotros, me acuerdo de un poema de Pablo Neruda que en unos versos dice:

                   Ella —la que me amaba— cerró sus ojos… tarde.

                   Tarde de campo azul, tarde de alas y vuelos.

                   Ella —la que me amaba— murió en primavera

                   Y se llevó la primavera al cielo.


Julio 23 de 2020.

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