Va
para cuatro años cuando compré un terreno rústico en el fraccionamiento llamado
Los Bledales, rumbo a Los Planes, a unos cuatro kilómetros de la ciudad. En
esos años había un entusiasmo por adquirir terrenos en esa zona elevada, como
un medio para salir del ajetreo y la vida cotidiana que produce efectos de
claustrofobia. Eran lotes grandes de 2,500 metros cuadrados, aunque algunos
tenían menos.
Cuando
mi esposa me acompañó para conocer el terreno me dijo: “Si quieres cómpralo”.
Poco a poco sembramos algunas plantas de sombra y frutales. Y durante esos años
los árboles crecieron regados pacientemente por ella.
Establecimos
un rol de visitas —miércoles y sábado por la tarde— y eran raras las ocasiones
en que no me acompañaba, debido a las dolencias de su pierna derecha que le
impedía caminar bien. Pero las más de las veces renqueando y apoyada en un
bastón, se esforzaba para ir conmigo a regar y limpiar la finca.
Después
de transcurrir un año le insinúe: “¿Y si construimos aquí una casita modesta
donde podamos dormir un fin de semana y regresarnos al día siguiente a la
ciudad?”. Cande se me quedó mirando y con una media sonrisa comentó: “Me parece
bien, aunque estará aislada y podemos correr peligro”. La mandé construir de
material y le puse por techo lámina acanalada. Las ventanas y las puertas las
hizo mi hijo Juan Pedro. Lo extraño es que nunca dormimos en ella por motivos
que no recuerdo.
Mandé
construir una pila de cinco mil litros y después otra con la misma cantidad
debido a que los piperos llevaban en sus vehículos diez mil y no querían dejar
menos. De esta forma pudimos regar los treinta árboles que sembramos al
principio, cuidando un poco más los frutales.
Por
cierto que mi esposa alcanzó a saborear las guayabas y las ciruelas, aunque no
le hacía el feo a las ciruelas de la india. Y yo le prometía: “Dentro de un año
probaremos las naranjas y los mangos. Ella movía la cabeza afirmando, mientras
provista de una manguera regaba la mitad de los árboles. Y así día tras día, durante
cuatro años, me acompañó en mis viajes a la nueva propiedad.
Cuando
se sentaba a mi lado en la camioneta se convertía en mi copiloto, avisándome
cuando los topes se atravesaban en mi camino, pero a veces se le olvidaba y
pum, el chasquido en la carrocería. Durante el trayecto platicábamos de
nuestros hijos, de los nietos y bisnietos, así como de los sucesos de la vida
cotidiana de la familia. Ella era un poco arrogante. Cuando me apresuraba a
ayudarla a bajar del vehículo —era una Cherokee con llantas grandes— me miraba
desafiante con esos hermosos ojos verdes que tenía, a la vez que replicaba: “¡Déjame,
yo puedo sola!” y se resbalaba del asiento hasta llegar al suelo.
Por
esos y otros detalles, la admiré y la quise mucho. Sabía, como yo, que nos
queríamos sin demostrarle continuamente. El amor a nuestra edad no se expresa,
se adivina y se siente. Basta una mirada, una sonrisa y una pequeña caricia en
las manos o en la cara para comprender que el amor está ahí, un amor silencioso
y profundo que los años nunca pudieron truncar.
La
última vez que me acompañó a la finca sembramos cinco plantitas de maguey.
Mientras las colocábamos en los huecos, Cande detenía sus tallos con una mano,
mientras que con la otra me ayudaba a rellenar de tierra los espacios alrededor
de ellas. “Te vas a estropear las uñas” le dije al verlas embarradas de lodo.
“No le hace, al rato las lavo, al cabo que las uñas vuelvan a crecer”.
Y
es que mi esposa, a sus años, tenía un no sé qué de coquetería. Regularmente se
arreglaba las uñas de las manos y de los pies; iba a recortarse el pelo cuando
se daba cuenta que lo tenía un poco largo; le gustaba estrenar vestidos y
zapatillas aprovechando los regalos de sus hijas.
Dos
días antes de morir, lucía sandalias nuevas y muy bonitas. “¿Quién te las
regaló?” le pregunté sonriendo. ¡Estas las compré yo!, e hizo un mohín de
posesión. Ya no dije nada.
Así
era. Y ahora que ya no está con nosotros, me acuerdo de un poema de Pablo
Neruda que en unos versos dice:
Ella
—la que me amaba— cerró sus ojos… tarde.
Tarde de campo azul, tarde de
alas y vuelos.
Ella —la que me amaba— murió
en primavera
Y se llevó la primavera al
cielo.
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