Mi
esposa y yo no fuimos dos personas de la tercera edad, sino dos jóvenes
enamorados que procrearon una hermosa familia de seis hijos y un adoptivo, a
quienes les dimos la protección necesaria para que, ya adultos, fueran personas
de bien y formaran a su vez nuevas familias que hoy son nuestros nietos y
bisnietos.
Guillermo, Ana María, Agustín, Virginia, Sandra Luz, Martha Patricia y Juan Pedro, supieron de los años felices y otros no tanto que pasamos juntos, siempre con el amor maternal por delante, librando obstáculos que nos presentaba la vida.
En los últimos años, cuando ya nuestros hijos nos abandonaron para vivir en sus propios hogares, nos refugiamos en nuestra soledad en una casa ausente de la algarabía propia de los niños y los adolescentes. Pero esa soledad era interrumpida con frecuencia debido a las visitas de los hijos y después por los nietos y bisnietos.
Aun así, cuando caía la tarde y quedábamos solos, afloraban los recuerdos de los años pasados y una sombra de nostalgia cubría nuestros pensamientos. Recordar cómo fueron creciendo bajo el cuidado amoroso de su madre que los alimentaba y cuidaba al mismo tiempo que los amparaba.
Infancia, juventud fueron pasando y siempre la presencia protectora de ella estaba presente. Cande, mi esposa, fue una madre que hizo lo imposible para que sus hijos fueran felices. Por eso, cuando ya adultos, ellos le correspondían cuando algo enturbiaba su salud o las desgracias llegaban a nuestra familia.
Vivir tiene un precio y los dos estábamos conscientes que los años van orillando a desenlaces muchas veces inesperados. Así pasó con nuestro hijo Guillermo quien perdió la vida cuando tenía 24 años. Y ahora la inesperada muerte de mi esposa a sus 81 años de edad. Dos decesos en la familia que han ensombrecido nuestros corazones.
Pero ahora la pérdida de mi querida esposa es un dique de tristeza que no podemos derrumbar. En lo personal el recuerdo de lo que fue en vida junto a la mía es un incesante sufrimiento que el paso del tiempo no logra amortiguar. Y evoco su verde mirada que reflejaba el amor profundo que siempre me demostró. Y el dolor por haberla perdido lastima permanentemente mis pensamientos y se aferran a una angustiada pregunta: ¿por qué me dejaste en mi soledad?
Pero mis hijos con la pena compartida, han comprendido mi desesperación y han estado conmigo para que juntos tratemos de consolarnos. Uno de ellos, Virginia no me ha dejado solo y ha sido mi compañera en las noches y atiende mis necesidades más elementales.
Los demás, de una u otra manera, me demuestran el amor que le tenían a su madre y la mejor forma de hacerlo es cuidar a su padre al igual que lo hicieron con su progenitora.
Por eso, a veces, cuando el dolor me hace desear estar con ella, mis hijos me prodigan aún más su protección como si al hacerlo, la presencia de su madre se materializara en mí, lo que me da la fuerza para seguir viviendo, aunque sé que más pronto de lo deseado partiré hacia donde Cande, mi inolvidable esposa, me espera con los brazos abiertos.
¡Gracias hijos, por su amor!
10 de julio de 2020.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario