No
sé cuántas veces he llorado en mi vida. Pero sí recuerdo el día en que mi hijo
Guillermo, el militar por vocación, murió a manos del narcotráfico. Fue una
verdadera tragedia y más cuando no habían pasado dos meses que estuvo con
nosotros, aprovechando sus vacaciones. Esos días venía acompañado por su esposa
y sus hijas, y juntos disfrutamos de la alegría que da ver a nuestra familia
reunida.
Y
de pronto mis lágrimas corrieron cuando desde Tepic, Nay. nos hablaron por
teléfono para decirnos que había muerto. Fue un duelo que duró muchos años y mi
llanto era compartido más intensamente por Cande, mi esposa, que no se
resignaba el haberlo perdido.
De
por sí mi viejita era muy llorona. Por cualquier suceso triste las lágrimas
escurrían de su rostro. Así fue cuando en un accidente murió su madre y uno de
sus hermanos. O cuando fallecieron mis padres o bien alguno de sus familiares o
de los míos.
En
una ocasión la encontré llorando y al preguntarle el motivo me confesó: “Es que
mi hija “N” no me quiere, hoy en la mañana me regañó y se fue enojada”. Por
supuesto la consolé y le dije: “Verás como más tarde viene y te pide perdón. De
todos modos voy a hablar con ella”.
Lo
que sí le originó congojas y lágrimas fue cuando sufrí un ataque cardíaco y
tuvieron que operarme por tener las arterías en mal estado. Me acompañó en el
hospital de especialidades de Ciudad Obregón, adonde me mandaron por cuenta del
Seguro Social, y día tras día estuvo pendiente de mi enfermedad.
Cande
fue resignada y lo demostró muchas veces, pero también tenía un singular
temperamento. Cuando murió nuestro Guillermo estuvo muchos meses triste y a
veces la encontraba con lágrimas en sus ojos. “Resígnate —le decía abrazándola—
lo mejor es que está cerca de nosotros en el panteón y lo podemos visitar cada
vez que queramos. Ya no llores”.
Por
mi parte sentí tristeza y pena por la muerte de mis padres, pero eran mayores
de edad y con enfermedades crónicas. También ellos descansan en el panteón de
Los San Juanes. Pero de esos lamentables sucesos han pasado muchos años y su
recuerdo permanece inalterable.
En
junio de este año lloré junto con mis hijos, por la inesperada muerte de mi
esposa. Y todavía después de mes y medio que nos abandonó, las lágrimas empañan
mis ojos y un sentimiento doloroso que no cesa desgarra mi corazón. Son
lágrimas de viejo para una mujer que me acompañó durante 64 años. Lágrimas que
están acabando con mi salud, mientras la nostalgia se apodera de mí en la
añoranza de quien tanto me quiso. Porque me quiso, no hay duda, Lo notaba en
sus miradas, en sus atenciones para conmigo, en las noches infinitas que
dormimos juntos y de pronto se acurrucaba y me abrazaba.
Creí
que me iba durar para siempre, porque a pesar de su edad —81 años— y de sus
dolencias, siempre me atendió en mi alimentación, en lavar y planchar la ropa
de uso, en cuidar de mi salud, en tantas otras cosas. Cierto, yo le limitaba
sus quehaceres, pero ella me decía: “Yo te voy a decir cuando ya no pueda”. Y seguía,
seguía.
Cande siempre fue ama de casa. Se refugió en ella mientras crecían sus hijos y de la ausencia temporal de su esposo debido a su trabajo. Cuando regresaba allí estaba ella, con la comida lista y la sonrisa en su rostro. Por eso, cada vez que la recuerdo el pesar humedece mis ojos y frente a su retrato le digo cada día: “Buenos días Güera, aquí estoy todavía, sufriendo por tu ausencia. No me resignaré nunca y te extraño. Te extraño mucho”. Y los sollozos se diluyen como si al contemplar su retrato ella todavía está conmigo.
Sí, lágrimas de viejo, para una admirable esposa como lo fue Cande.
Julio 21 de 2020.
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