Hoy, por la mañana, llegué a una papelería que se encuentra cerca de mi casa, con el fin de comprar un cuaderno y las copias fotostáticas de dos artículos seleccionados de periódicos de la ciudad de México. Uno era relacionado con el odio, como característica de los mexicanos y el autor lo confirmaba a través de las etapas de la historia de nuestro país.
A
la empleada que me atendió le dije que nomás llevaba cincuenta pesos para pagar
el costo del pedido, pero el precio del cuaderno rebasó esa cantidad por lo que
resolví adquirir solamente las copias. A un lado de mí se encontraba otro
cliente quien al escuchar mi problema me ofreció treinta pesos, suficientes
para comprar las dos cosas. No los acepté pues otra empleada ya iba en busca de
un cuaderno más barato.
Gracias
—le dije— cuando el señor se retiraba. Minutos después me mostraron otro
cuaderno, pero al pedir la cuenta me faltaban siete pesos. Otro cliente que
había llegado en esos momentos y había pedido algunos artículos, al ver mi
imposibilidad de completar el importe de la compra hizo señas a la empleada
para que cargaran a su cuenta esa cantidad. Repetí las gracias, recogí mi
pedido y regresé a casa.
¿Quiénes
eran esas dos amables personas que me ayudaron? Lo más seguro es que no pueda
identificarlos sobre todo porque llevaban cubre bocas. Pero de cierto anida en
ellos la fraternidad, un valor humano un tanto menospreciado. Una fraternidad
que se antoja indispensable en esta época de crisis por el latente peligro de
la pandemia del coronavirus. Una fraternidad que lleva consigo la conmiseración
por todas las desgracias familiares y la muerte de seres queridos. Una
fraternidad opuesta al odio, al rencor, a la insensibilidad para reconocer la
enorme tragedia que vive nuestro país.
En
tiempos de la Guerra de Reforma, en 1859, el general Leonardo Márquez del
partido conservador, ordenó fusilar a 53 prisioneros civiles y militares, entre
ellos al poeta y escritor Juan Díaz Covarrubias. Héctor de Mauleón, el autor
del artículo lo dijo: “Márquez fue conocido desde entonces como “El tigre de
Tacubaya”. Los asesinatos que cometió esa noche de abril de 1859, ahondaron la
guerra de exterminio en que se habían enfrascado liberales y conservadores y en
la que se enfrentaron, para decirlo en lenguaje de la época, hermano contra
hermano”
Pero
así fue el odio entre indios y españoles, entre conquistados y conquistadores, en
la guerra de independencia, de la invasión norteamericana, de la intervención
francesa, de la etapa revolucionaria en pleno siglo XX. Odiamos para sobrevivir
sin pensar que ello dividía más que unir; que el odio, en vez de cerrar la
herida que nos trajo retroceso, muerte y desolación, se diseminó como un cáncer
que destruyó lo mucho que habíamos ganado en favor de nuestro país.
Los
años como nación independiente y soberana obligan a olvidar el odio entre
nosotros. Ni por motivos políticos ni por afanes de poder es justificado
sembrar la división ni mucho menos alentar la discordia entre los mexicanos. No
son tiempos de odio. Con los ingentes problemas que estamos viviendo, la
pandemia, la inseguridad, el aumento de la delincuencia y una economía al borde
del colapso, lo menos que podemos hacer es formar un frente común donde la
concordia sea el imán que una las mentes y los corazones de todos nosotros.
Vaya,
todo lo escrito es el resultado de la buena acción de dos personas
desconocidas. Ojalá y alguna vez se enteren de la emoción que sentí al aceptar
su ayuda. Ahora, más que nunca, la solidaridad debe ser el camino adecuado para
salir adelante. Y es por eso del título de esta crónica: Fraternidad más que
odio.
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