Mañana, 8 de junio, hará un año que perdí a mi esposa. Un año perdido en la angustia y en la soledad. El paso de las horas, los días y los meses han marcado para siempre mi vida, poniendo un dique infranqueable que me impide alivianar mi corazón por esa pérdida. Y ante la cruel realidad el único consuelo son las lágrimas vertidas al lado de su tumba y las que me acompañan todas las mañanas cuando frente a su retrato, la saludo: “Buenos días Cande, aquí estoy a tu lado para decirte que no te olvido, que me duele mucho tu ausencia, que me perdones por no haberte cuidado cuando más lo necesitabas”.
Mi esposa fue una mujer que sufrió mucho en su vida debido a sus enfermedades como la hipertensión arterial y la diabetes, males permanentes que la obligaron a la ingesta de medicamentos y una dieta rigurosa. Y sufrió también por la pérdida de sus padres y hermanos, pero lo que más la lastimó fue la muerte de nuestro hijo Guillermo, un joven militar sacrificado por los narcotraficantes. Ese dolor y esa tristeza la acompañó toda su vida.
Unos días después de su muerte, una amiga me habló por teléfono para darme el pésame y al notar mi angustia trató de calmarme con estas palabras: “Mira, yo perdí a mi esposo hace varios años, pero él siempre ha estado conmigo, platicamos y yo le cuento de como he podido soportar su ausencia continuando con las rutinas de la vida diaria y a veces, créeme, estoy segura que me escucha y eso alegra mi corazón”.
Cuando vamos al panteón —mis hijos, mi yerno Ramón y algunos nietos— le llevamos flores, regamos alrededor de su tumba, la limpiamos y después una de mis hijas musita “aquí estamos mamá, con estas flores te decimos lo mucho que te quisimos, que no te olvidaremos jamás”.
La tumba de Cande quedó a un lado de nuestro hijo Guillermo. Y habrá un lugarcito para mí cuando me llegue la hora de morir. Así, por lo pronto, estaremos juntos intercambiando recuerdos como seres inmortales, cuyos espíritus trascienden el tiempo y el espacio. Y seremos felices tanto como no lo fuimos en este mundo.
Es imposible olvidar a las personas que amamos. En mi caso, bien por los años a mi lado —64 años— o por la protección que le brindó a su familia, o por el amor silencioso que le tenía, el recuerdo se ha convertido en parte de mí mismo que permea cada momento de mi existencia. Con ella a mi lado al despertar, en el desayuno, la comida y la cena; al mirar la televisión y tomar café por las tardes; al regar las plantas de su jardín y las de la finca que lleva su nombre; al salir de compras y acudir a los onomásticos de la familia; Al escuchar su voz cuando se acordaba de los incidentes de nuestra vida en común.
Todo esto me llena de tristeza al recordarlo y no lo puedo evitar. Incluso en este momento, cuando escribo estas líneas, mis ojos se nublan y un golpeteo lastima mi corazón. Yo entiendo que ella se fue para siempre y que hoy mi compañera es la soledad. Y que no obstante el cuidado de mis hijos y el resto de nuestra familia para conmigo, la tristeza es una sombra que cubrirá por siempre mi vida.
Mañana mi familia ofrecerá una misa en su memoria y en las primeras horas visitaremos su tumba en el panteón de los San Juanes. Ahí, con nuestras lágrimas, le repetiremos una y otra vez “Bendita seas esposa y madre, jamás te olvidaremos”.
07 de junio de 2021.
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