Hoy, 27 de septiembre, es el día más feliz en la historia de México. Agustín está nervioso y al mismo tiempo seguro de que la mejor forma de ganar es enfrentar el miedo y vivir el momento, o al menos disfrutar su triunfo.
Decide vestirse de civil no de militar como el resto; lleva pantalones claros, un abrigo negro de terciopelo, sus mejores botas de montar y una camisa de blanco algodón. Hoy Agustín cumple 38 años.
Avanza desde Tacubaya seguido de su Estado Mayor y comitiva. Vicente Guerrero está ahí con sus hombres, lo mismo que Vicente Filisola, que José Antonio Echávarri y el ya notorio veracruzano Antonio López de Santa Ana.
A las diez de la mañana llegan a la entrada de la ciudad de México, el arco de piedra donde empieza la calle de Plateros. Ahí lo espera el alcalde José Ormachea. Agustín baja del caballo y estrecha la mano de aquel hombre de patillas grandes.
—Vine de acuerdo a lo que hemos pactado —dice Agustín
—Y se quedará con mucho más. Con todo el honor y reconocimiento que se merece, me gustaría entregarle las llaves de la ciudad. Usted entra triunfal como el padre Hidalgo no pudo hacerlo hace once años. Usted logró con la tinta lo que otros no pudieron hacerlo con la pólvora.
Agustín entra por los portones del Real Palacio como lo había hecho en 1808, pero esta vez no lo hace en secreto. Sube las escaleras de piedra y unos criados lo guían hasta el balcón donde lo espera el virrey. Desde ahí, tanto Agustín como O´Donojú levantan las manos. El pueblo ruge de felicidad.
—Mexicanos —grita Agustín— ya están en el caso de saludar a la Patria independiente como anuncié en Iguala; ya recorrí el inmenso espacio que hay desde la esclavitud a la libertad y toqué los diversos resortes para que todo mexicano manifieste su opinión escondida. Ya me ven en la capital del imperio más opulento sin dejar atrás ríos de sangre, ni campos talados, ni viudas desoladas, ni desgraciados hijos que llenen de maldiciones al asesino de su padre; por el contrario, recorridas quedan las principales provincias de estos reinos y todas uniformadas en la celebridad, han dirigido al ejército trigarante vivas expresivas y al cielo votos de gran gratitud. Se instalará una junta de gobierno, se reunirán las Cortes, se sancionará la ley que debe haceros venturosos, y yo os exhorto a que olviden las palabras alarmantes y de exterminio y solo pronuncien unión y amistad íntima.
Tras un aplauso unánime, Juan de O´Donojú con voz temblorosa grita con énfasis “Mexicanos, ha terminado la guerra”.
Agustín añade: “Mexicanos, ya conocéis el modo de ser libres, a ustedes les corresponde el de ser felices”. (Fragmentos tomados del libro “Iturbide, el otro padre de la patria” de Pedro J. Fernández. Editorial Grijalvo, 2018)
De hecho la consumación de la independencia dependió del Plan de Iguala, formulado por Agustín de Iturbide el 24 de febrero de 1821. Gracias al mencionado Plan fue posible la conciliación de insurgentes y realistas cómo el paso más importante para la independencia de México.
Meses antes Iturbide había recibido órdenes del gobierno virreinal a fin de sofocar los movimientos libertarios de Vicente Guerrero, el último caudillo insurgente. Pero ante la imposibilidad de vencerlo, optó por un acuerdo entre ambos buscando el fin de la guerra. Después de varias entrevistas Guerrero aceptó la invitación de Iturbide y fue así como nació el Plan de Iguala. Es histórico que tal acuerdo fue sellado en lo que se ha conocido como el abrazo de Acatempan.
Cuando el virrey Don Juan O’Donojú llegó a México, Iturbide lo hizo firmar el Plan de Iguala el cual quedó plasmado en los Tratados de Córdoba.
—Convocad —expresó el virrey— a una junta de Notables que gobierne en caso de que Fernando VII no venga, ponedme en ella y firmaremos el trato. Que sea la junta la que convoque a un congreso y elija un gobernante para la monarquía constitucional que ha planteado. He sido llamado para asegurar la felicidad de esta tierra. Eso haré.
Octubre 6 de 2021
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