El
domingo pasado me invitaron a un rancho allá por el lado de El Cajoncito. Se
encuentra a escasos 20 kilómetros al Este de La Paz, en las faldas de la sierra
de Las Cacachilas. Su dueña, la señora Magdalena (güera) Juárez Galindo, había
mandado matar un lechón que fue convertido en sabrosas carnitas y un rico
pozole.
—Trajeron
la buena suerte— dijo la güera. Porque a eso del mediodía cayó un fuerte
aguacero que duró más de media hora. Por supuesto y con motivo de los
preparativos para la comida —los leños para el fogón, el corte de la carne— todos
nos remojamos un poco, sobre todo Pancho responsable de cuidar el cazo con la
carne.
Pero
a pesar de la lluvia todos disfrutamos la estancia en ese lugar; claro, los
adultos saboreando las ambarinas y los niños correteando por los alrededores.
Cuando las carnitas estuvieron a punto comenzó la comilona, acompañada de sopa
fresca, guacamole, salsa borracha, frijoles y tortillas de sobra.
Pasaban
las cuatro de la tarde. Con el estómago lleno y con alegría que produce la
ingestión de varios vasos de cerveza, la plática se generalizó y entre
anécdotas propias de los rancheros las horas fueron pasando. Y cuando todo
parecía que sería un final feliz, de pronto la dueña del rancho nos invitó para
que fuéramos a los corrales a ver una vaca que estaba echada y no podía
levantarse. Y lo peor era que estaba a punto de parir.
En
efecto, debajo de un pequeño arbusto, estaba una vaca joven con el vientre distendido
y una mirada triste. Entre varios hicimos el intento de levantarla, pero fue
imposible. Pancho nos explicó que era por falta de calcio lo que debilita sus
extremidades. –Si sigue así —comentó— vamos a tener que sacrificarla, aunque
muera también la cría.
Como
una medida urgente, al día siguiente por la mañana, Pancho viajaría a La Paz
para comprar unas ampolletas de calcio a fin de inyectárselas al animal. Era un
último recurso para salvarla. Le sugerí que podíamos hablar a la Secretaría de Desarrollo
Económico del Gobierno del Estado y ver la posibilidad de que un veterinario de
esa dependencia pudiera orientarnos sobre el problema.
En
efecto, hoy en la mañana hablé con un funcionario de Desarrollo, le solicité su
ayuda y quedaron de avisarme su disponibilidad. Me quedé esperando su llamada.
Por fortuna, Pancho contrató los servicios de un veterinario, atendió la vaca,
nació vivo el becerrito y la madre parece que está recuperándose.
Y
todos felices y contentos. El domingo próximo estaremos por allá para disfrutar
de un rico mole de guajolote. Bueno, eso espero. Aunque sea de gallina. Pero
queda algo que no nos parece bien. ¿Porqué el gobierno, llámese estatal o
municipal, no tiene oficinas que puedan atender los problemas de los ranchos? En
cada región ganadera debería haber veterinarios prestos a atender situaciones
como la anterior. O de perdida realizar visitas periódicas a esos ranchos dando
asesoramiento sobre cómo atender casos como el que hemos venido comentando.
Es
sabido que los rancheros de nuestra entidad, salvo raras excepciones, tienen
grandes problemas económicos y hacen hasta lo imposible por mantener su ganado.
Y allí permanecen por su amor a la tierra. Por eso, cuando hacen gastos
imprevistos, como el pago al veterinario o gastos de medicinas, afecta de
manera sensible su raquítica economía. Pero así están las cosas, como dijo
Chespirito: “Y ahora,¿ quién podrá ayudarme?
Agosto
18 de 2015
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