Vida y obra

Presentación del blog

A través de este blog, don Leonardo Reyes Silva ha puesto a disposición del público en general muchos de los trabajos publicados a lo largo de su vida. En estos textos se concentran años de investigación y dedicación a la historia y literatura de Baja California Sur. Mucho de este material es imposible encontrarlo en librerías.

De igual manera, nos entrega una serie de artículos (“A manera de crónica”), los cuales vieron la luz en diversos medios impresos. En ellos aborda temas muy variados: desde lo cotidiano, pasando por lo anecdótico y llegando a lo histórico.

No cabe duda que don Leonardo ha sido muy generoso en compartir su conocimiento sin más recompensa que la satisfacción de que muchos conozcan su región, y ahora, gracias a la tecnología, personas de todo el mundo podrán ver su trabajo.

Y es que para el profesor Reyes Silva el conocimiento de la historia y la literatura no siempre resulta atractivo aprenderlo del modo académico, pues muchas veces se presenta con un lenguaje especializado y erudito, apto para la comunidad científica, pero impenetrable para el ciudadano común.

Don Leonardo es un divulgador: resume, simplifica, selecciona una parte de la información con el fin de poner la ciencia al alcance del público. La historia divulgativa permite acercar al lector de una manera amigable y sencilla a los conocimientos que con rigor académico han sido obtenidos por la investigación histórica.

Enhorabuena por esta decisión tan acertada del ilustre maestro.

Gerardo Ceja García

Responsable del blog

miércoles, 30 de marzo de 2016

Un paraje perdido y San Evaristo

Los últimos tres días de la Semana Santa una parte de mi familia “acampó” en una de las playas al sur de La Paz, por el rumbo de San Juan de la Costa. Uno de esos días, el viernes para ser exactos, me propuse visitarlos y para eso me guie por las indicaciones de mi hija Virginia, quien me explicó: --“Unos diez kilómetros después de San Juan de la Costa, entras por un arroyo y después de recorrer unos trescientos metros llegas a la playa”.

El camino a ese pueblo donde se localiza la mina de fosforita, lo había recorrido varias veces y en uno de esos viajes llegué hasta la comunidad pesquera de San Evaristo. Fue en el año de 2002 cuando, por invitación del general Mauricio Ávila Medina, en ese entonces comandante de la Tercera Zona  Militar, hicimos transitamos ese largo camino para llegar, después de tres horas, a ese poblado.

Más que camino era una brecha y con pasos difíciles en las sierras de Los Frailes y El Mechudo, lo que obligaba a los vehículos militares a ir a vuelta de rueda. Y eso que en la administración municipal del licenciado Enrique Ortega Romero la ampliaron con el fin de facilitar los viajes de los camiones cargados de productos pesqueros hasta La Paz.

Por eso, cuando el actual presidente municipal inauguró una planta de hielo en esa comunidad, pensé que de nueva cuenta el camino fue mejorado y que él lo recorrió para dar fe de las condiciones en que quedó. Por aquello de tener ganas de visitarla. Aunque ahora, con eso de las lanchas rápidas, se llega a San Evaristo en menos que canta un gallo.

Bueno, ese día viernes salimos para el paraje adonde llegaron mis familiares. Pasamos por El Cajete, San Juan de la Costa y mucho más allá, pero nunca dimos con la familia. Al pasar por un arroyo vimos a los lejos varios campamentos y hacia ellos nos dirigimos con la mala suerte de que el vehículo se atascó en la arena húmeda. Después de varios intentos logramos salir y volver al camino.

--“Nos vamos a regresar— le dije a mi hijo Juan que era el chofer designado— no vamos a encontrarlos”. De vuelta a La Paz pasamos por el lugar donde tenía su rancho Fernando Jordán, pero ahora solo quedan las ruinas de la casa, una pila construida de piedra y varias palmeras datileras que  lloran al ausente. —“El huracán Odile arrasó con todo”— me dijo un pescador.

En años pasados siempre habíamos hecho paraje en la playa de El Cajete. Por su extensión es un lugar preferido de muchas familias paceñas. En una explanada que se encuentra frente a la playa se instalan brigadas de auxilio y venta de refrescos. Y cada vez son más las tiendas de campaña que se instalan en ese lugar, con la consiguiente algarabía de niños y adultos.

Por eso, muchos campistas prefirieron buscar otras playas más allá de El Cajete. A todo lo largo del tramo que va de este lugar a San Juan de la Costa, las pequeñas playas estaban ocupadas con abigarradas tiendas de campaña, y los vehículos y una que otra embarcación. Pero los que no encontraron lugar, pernoctaron muchos kilómetros después de San Juan de la Costa, tal como lo hicieron mis familiares.

--¿Por qué se fueron tan lejos?— le pregunté a mi hija Viki. --¡Ay, papá —me respondió— es que en Pichilingue, Balandra, El Tecolote, Punta Arena, La Ventana y hasta El Saltito cerca del hotel Las Cruces, todos esos lugares no cabe un alfiler. Fíjate que cada año son más las familias que salen de la ciudad hacia las playas. Por eso la lejanía”.

Y mientras unas salen, otras llegan. Son los turistas nacionales y extranjeros que llegan a nuestra entidad para disfrutar de sus playas, como El Coromuel, Pichilingue o Balandra. Que mejor que las disfrutemos ahora, no vaya ser que con eso de la industria turística, las playas pasen a ser propiedad privada tal como ha sucedido en el sur del estado.

Por lo pronto me quedé con las ganas de pasar unos días descansando en la playa. Me resigné pues habrá oportunidad de hacerlo, pero ahora cerca de nuestra ciudad teniendo para mi todo el espacio y la belleza de nuestro mar.

Marzo 30 de 2016

Luto por un amigo

El día 26 de este mes de marzo se cumplen cinco años de la muerte de uno de los íconos de la literatura sudcaliforniana. Poeta que hizo del soneto su fuente de inspiración, forma parte de la trilogía de artistas de este solar, junto con Filemón C. Piñeda y José Alberto Peláez Trasviña.

Néstor Agúndez, todosanteño de cepa, entregó lo mejor de si mismo a ese pueblo, en su triple carácter de maestro, promotor social y difusor de la cultura regional. Fueron más de cuarenta años los que dedicó a forjar la imagen de una comunidad, una de las que  guardan mejor las tradiciones de nuestro pueblo.

En su último reducto, la Casa de la Cultura Siglo XXI, mantuvo hasta el límite la defensa de lo nuestro, oponiéndose a intereses ajenos y con una actitud que a veces rayaba en la intolerancia. Pero así era Néstor y por eso se le admiraba.

Fue un amigo de los buenos. Lo conocí cuando fuimos a estudiar en la Escuela Normal Superior de Tepic, Nayarit, allá por los años cincuenta del siglo pasado. En ese entonces hubo un grupo de maestros todosanteños con afanes de superación que se inscribieron en esa escuela: César Moreno Meza, Esteban Pérez Espinoza y Manuel Salgado Guluarte.

Me sirvió mucho la amistad con él. Cuando lo visitaba en la Casa de la Cultura siempre tenía tiempo para atenderme. Y para platicarme largo y tendido sobre la historia de Todos Santos, de sus anécdotas y sus personajes notables. Por cierto, para guardar su memoria, pidió a las antiguas familias fotografías de su época las que hizo colocar en una sala del recinto. ..”Aquí están —me decía— las mujeres y los hombres que han forjado a este pueblo”.

Néstor era un hombre orgulloso, pero tenía por que estarlo. Era un personaje que no tenía miedo a decir la verdad. Por eso, muchas veces se encontró con la incomprensión y la indiferencia de los que tenían poder para ayudarlo. Pero,  pesar de todo seguía adelante, por que hizo de la terquedad uno de sus sellos distintivos.

El pesimismo no formó parte de su carácter. Su optimismo lo tradujo en cantarle a la vida, a la naturaleza, a la amistad, al amor. Andan por ahí varias publicaciones que hablan de su vida y su obra, especialmente de los miles de sonetos que compuso que dan fe de su extraordinaria inspiración.

Néstor hizo de la amistad un puente de luz para darse a conocer y que los demás supieran de él. Su correspondencia epistolar con muchas personalidades mexicanas y extranjeras fue el camino para que conocieran su obra poética, pero también de su calidad humana y de su bonhomía. Fue también un portavoz de las bellezas de su pueblo, de su historia y sus tradiciones.

En su casa, a la que varias veces me invitó, engalanaba sus paredes con los reconocimientos y diplomas a los que se hizo merecedor. Y también fotografías de escritores famosos dedicadas a su persona, Pero, además, sobresalían varias litografías de un personaje al que siempre admiró: Don Quijote de la Mancha.

Desfacedor de entuertos como Alonso Quijano, siempre hizo gala de su libre albedrío. Su rebeldía ante el dogmatismo oficial lo demostró muchas veces en sus acciones. Como aquella ocasión en que colocó un busto del licenciado Colosio en el patio de la Casa de la Cultura, con la presencia de los padres de este distinguido político. Eran los tiempos en que un gobierno perredista estaba al frente de nuestra entidad.

Pero así era Néstor y así lo recordamos. Por eso, cuando las flores que el día 26 le llevaremos se mustien, todavía nos quedará su presencia inmanente en los poemas que escribió, esos que nos hablan de un hombre que trascendió más allá de lo cotidiano para dejar su huella en la literatura sudcaliforniana.

Marzo 25 de 2016

¿Adónde irán los muertos?

La semana pasada en una entrevista, la administradora del panteón de los Sanjuanes declaró que ya no había espacios para sepultar a los difuntos. Solamente se iban a respetar las fosas que se pagaron con anterioridad. Y la pregunta que nos hicimos todos es ¿adónde irán los familiares a sepultar a sus seres queridos?

Desde luego existe una opción: el panteón de Jardines del Recuerdo al sur de la ciudad. O, y esta es una solución más viable, ordenar la cremación y colocar las urnas con las cenizas el alguna de las iglesias de nuestra ciudad, como se ha venido dando en los últimos años.

Independientemente de las ideas de cada quien, creo que debemos respetar  nuestras tradiciones, aquellas en las los deudos van a visitar la tumba de sus muertos para llevarles flores y atestiguar con su presencia que no los olvidan. Por eso, es urgente que las autoridades municipales atiendan este problema y encuentren un lugar adecuado para el tercer panteón.

Y mire como se repiten los problemas. En 1903, el presidente municipal, Gastón J. Vives, previendo el crecimiento poblacional de la ciudad de La Paz, aprobó la donación de un terreno para acondicionarlo como panteón. Se localizó en la rinconada de los San Juanes limitado por los cerros del Barro y de La Cantera.

A principios del siglo XX La Paz tenía cerca de cinco mil habitantes y contaba con un panteón y otro complementario. El primero se localizaba sobre la calle quinta, en la actualidad conocida como Valentín Gómez Farías, entre las calles Reforma e Independencia. El segundo, conocido como El Cementerio, estaba sobre la calle Constitución, en el extremo noreste, en las manzanas 282 y 284, más o menos donde se construyó el estadio Guaycura.

Lo anterior lo comprobó una brigada de Teléfonos de México cuando estaban instalando la red subterránea sobre la calle Félix Ortega y la Constitución. Estaban abriendo una zanja, cuando de pronto, a uno de los trabajadores que estaba cavando se le fue la barra en un hoyo el que, después de ampliarlo, resultó que era una tumba. Y así a todo lo largo de doscientos metros.

Cuando, en el año de 1907, se clausuraron los panteones del centro de la ciudad, se inhumaron los cuerpos o lo que quedaba de ellos, pero aquellos que habían fallecido a causa de la fiebre amarilla no se trasladaron al nuevo panteón de los San Juanes, por disposición de la autoridad municipal. Desde luego es dable pensar que las familias que  ocuparon esos terrenos no corrían peligro de infectarse.

Es interesante la justificación que dio el ayuntamiento para ordenar la clausura de los panteones. El 14 de julio de 1906 emitió un acuerdo que entre otras cosas decía: --“Los panteones deben estar fuera de las poblaciones e importa su traslación cuando por el ensanche de la ciudad quedan dentro del perímetro habitado. Por eso, el panteón viejo de la ciudad y las condiciones en que se encuentra favorecen su traslación. Porque es contrario a la higiene y por su estado ruinoso que presenta, constituye dicho lugar un adefesio que afecta el ornato de la comunidad”.

Por lo demás, cuando el panteón de los San Juanes deje de prestar sus servicios, siempre será un lugar visitado porque en él se encuentran los restos de mujeres y hombres distinguidos que hicieron mucho por nuestra entidad. Políticos, artistas, profesionistas, promotores sociales y culturales que tienen en ese panteón su descanso eterno.

Pero, además, el resto de los que ahí se encuentran, con raras excepciones, siempre estarán esperando la visita de sus familiares los que, en un acto de devoción y recuerdo, les llevarán hermosos ramos de flores como símbolos del amor que les tuvieron en vida.

Y una de esas familias será la nuestra porque ahí descansan mis padres, un hermano y nuestro hijo primogénito Guillermo. De modo que el panteón de los San Juanes, aunque ya no reciba personas fallecidas, siempre formará parte de la historia de la ciudad de La Paz.

Marzo 21 de 2016 ustify;text-indent:14.2pt;line-height:normal'>¡Ah! Y también una cicatriz en mi nariz producto de un accidente en el jeep, ocasionado cuando se le ocurrió visitar la colonia de su antiguo romance. Mal le fue, porque el vehículo quedó inservible y tuvo que dedicarle mucho tiempo para ponerlo en condiciones de uso.


Así era Romo. Y cuando alguien me pregunta el porqué de mi cicatriz, les contesto:--“Es la presencia de mi compadre Juan, el atrabancado.

Marzo 18 de 2016.

Un compadre atrabancado

Cuando se abrió el Valle de Santo Domingo a la agricultura, oleadas de campesinos con sus familias llegaron a esa región dispuestas a lograr fructificar la tierra. Los grupos que fueron llegando formaron colonias con el nombre de sus lugares de origen o de otro que los distinguiera. Así nacieron las colonias Jalisco, Nueva California, Las Delicias, Teotlán, La Laguna y otras más.

El gobierno repartió miles de hectáreas que los colonos tuvieron que desmontar y les perforó los pozos para la extracción del agua. Hizo algo más: mientras no pudieron hacer los primeros cultivos, les mandó provisiones de boca y en vez de arados jalados por animales, los dotó de tractores de gasolina y uno que otro de oruga que funcionaban con diesel.

Desde  luego, con los tractores se les facilitó la nivelación y barbecho de los terrenos, de tal suerte que en pocos meses pudieron sembrar y cosechar trigo y algodón, preferentemente. Aunque la lejanía con la ciudad de La Paz siempre constituyó un gran inconveniente para obtener los insumos que necesitaban, sobre todo los combustibles, las refacciones y los productos alimenticios. Y también mecánicos que pudieran reparar los tractores, sobre todo los de oruga.

Fue por esto último que un día de tantos llegaron al Valle dos personas expertas en esa clase de tractores, uno que tenía nombre extranjero, Meeling, y el otro que tiempo después fue mi compadre de apellido Romo. Los conocí porque llegaron a vivir en la colonia donde yo laboraba como maestro.

Hacían sus recorridos a las diferentes colonias montados en un jeep que el gobierno les había prestado para ese fin. A veces, los fines de semana me invitaban a visitar las comunidades cercanas. Fueron dos buenos amigos durante el tiempo que estuve en ese lugar. Más con Romo por su particular forma de ser.

Fornido, de estatura más que mediana, con ojos un tanto achinados y de franco carácter, luego luego se hizo amigo de los campesinos que veían en él un elemento valioso que se sumó a los esfuerzos de hacer productiva la tierra. Durante mi estancia en esa colonia mantuve mi amistad con él, y cuando me trasladé a otro lugar de trabajo lo volví a frecuentar y fue allí donde nos hicimos compadres.

Pero Romo no era un cándido palomo. Su carácter atrabancado y belicoso afloraba con cualquier motivo. En varias ocasiones se lió a golpes con otros por cuestiones baladíes. Era un fósforo que se prendía con cualquier tallón. Una noche se organizó un baile en una de las colonias y allá fuimos de alboroteros. Al calor de las cervezas mi compadre se hizo de palabras con otro atrabancado igual que él y se retaron.

--Tienes fama de cabrón—le dijo el otro—pero aquí te va a llevar la tiznada—Y le mostró un cuchillo que llevaba en su mano. De improviso sin decirle agua va, Romo se le fue encima y de un puñetazo lo derribó, a la vez que le decía:- “Y sigo siendo cabrón”. Recogió el cuchillo y me lo dio como recuerdo.

En esa región, rumbo a la costa, existe un estero adonde íbamos a pescar los fines de semana. Un día dio la casualidad que encontramos varias ballenas paseándose tranquilamente y ello motivó que Romo dijera de pronto:--“Oigan, voy a fisgar una para que nos dé una buena paseada” ¿Qué dicen?

Y sin esperar nuestra respuesta, agarró la fisga, se paró en la proa de la embarcación y dijo: “denle duro con los remos para alcanzarlas” Vano intento. Los animales se alejaron y Romo se quedó con las ganas. O cuando se metió a pitcher en una novena del poblado y rápido lo enviaron a fildear, pues eran más los que golpeaba que los straiks.

Así era mi compadre. Hasta eso que tenía suerte con las mujeres. Anduvo quedando bien con una hermosa hija del jefe de una colonia, pero las cosas no llegaron a mayores por la oposición férrea de la madre. Al último, no sé si por despecho o por que la quiso, se casó en ese lugar con una muchacha de buena familia.
Cuando me fui a trabajar a La Paz, me platicaron que se había ido a radicar a un pueblo al sur de Ensenada. Pasados varios años me enteré de que había muerto. En mi archivo de fotografías guardo una donde está junto a su ahijado Guillermo. Es lo último que tengo como recuerdo de un amigo de esos tiempos.

¡Ah! Y también una cicatriz en mi nariz producto de un accidente en el jeep, ocasionado cuando se le ocurrió visitar la colonia de su antiguo romance. Mal le fue, porque el vehículo quedó inservible y tuvo que dedicarle mucho tiempo para ponerlo en condiciones de uso.

Así era Romo. Y cuando alguien me pregunta el porqué de mi cicatriz, les contesto:--“Es la presencia de mi compadre Juan, el atrabancado.

Marzo 18 de 2016.

viernes, 18 de marzo de 2016

Mi amigo, El Gato

Bueno, su nombre era Juan Francisco Angulo Avilés y fue mi compañero de estudios en la Escuela Normal Urbana de La Paz. Su familia vivía a manzana y media de mi casa y es por eso de nuestra amistad. Pero, aparte, nos unió la pobreza y las ganas de terminar una carrera que nos permitiera una mejor forma de vida.

Se distinguía Juan Francisco porque era alto y muy flaco, de tez morena, parco en el hablar y de difícil sonrisa. Era un tanto reservado quizá por sus problemas familiares, pero el hecho de sufrir carencias económicas no lo amilanaba. Y fue así como, a pesar de todo, logró terminar sus estudios profesionales con excelentes calificaciones.

En los dos últimos años en la Escuela Normal nos apoyamos mutuamente cinco amigos: Ricardo Fiol, J. Guadalupe Aguirre, Felipe Lucero, Juan Francisco y yo. Dio la coincidencia de que éramos alumnos que teníamos nuestro propio hogar en la ciudad, ya que los otros compañeros de estudios estaban alojados en un internado donde recibían hospedaje y alimentación.

Lo curioso es que a Juan Francisco no le molestaba que le llamaran gato. Como es común con los apodos que se repiten constantemente a veces se olvidaba su nombre y entonces lo identificaban como “El Gato Angulo. Vivía con su madre doña Lucía y dos hermanas, pues su padre se apartó de ellos. Pero de alguna manera se acordó de él, ya que el señor se apellidaba Avilés.

Cuando terminamos nuestros estudios en la Normal, la Dirección Federal de Educación nos otorgó plazas de maestros y nos comisionó a diferentes lugares del entonces Territorio Sur de Baja California. Juan Francisco comenzó su trabajo en el rancho  Las Calabazas, Ricardo en Cabo San Lucas, Aguirre en Mulegé, Felipe en una comunidad del estado de Sonora y yo en el Valle de Santo Domingo.

Fue en el ciclo escolar 1950-1951. En vacaciones de julio y agosto, por mutuo acuerdo, hicimos la prueba de admisión en la Escuela Normal Superior de la  ciudad de México, donde mi amigo El Gato terminó la especialidad de matemáticas,  después de seis años de asistir en vacaciones a esa institución educativa. Su esfuerzo fue recompensado ya que consiguió ingresar al sistema de secundarias impartiendo asignaturas en la escuela de San José de Cabo.

Gracias a su desempeño y eficiencia en la docencia, años después las autoridades lo designaron como director de la escuela secundaria de Loreto. Un poco antes había contraído matrimonio con María Luisa Cañedo con la que tuvo cinco hijos. En Loreto, una pequeña población de relevancia histórica—ahí se fundó la primera misión jesuita en el año de 1697—la familia de Juan Francisco vivió años felices.

Cuando venía a La Paz nos reuníamos para refrendar nuestra amistad. Era un hombre feliz, con una buena posición social y económica gracias a su tenacidad y fuerza de voluntad. Para facilitar sus traslados de Loreto a la capital compró una Suburban que lucía orgulloso y en ella varias veces lo acompañamos recorriendo nuestra ciudad, mientras platicábamos de nuestras vidas.

Todo iba bien, hasta que en un examen médico le diagnosticaron un crecimiento anormal en su corazón, con las consiguientes complicaciones en su sistema cardíaco. Lo internaron en la clínica del ISSSTE, pero a pesar de las atenciones médicas Juan Francisco no logró sobrevivir.

¡Ah!, pero que valiente y estoico fue cuando supo de su fin inevitable. Estuvimos a su lado los últimos días y siempre nos recibía con la sonrisa en los labios. —“Ya me voy, amigos, pero hay les encargo a mi madre y mi familia”. Y después, con la ironía de que siempre hizo gala, nos invitaba: “A ver cuando nos vemos por allá, para seguir platicando”.

Una efímera existencia para un hombre que luchó denodadamente para ocupar un lugar de privilegio en la sociedad bajacaliforniana.

Un 16 de junio de 1967 su gran corazón dejó de latir. Murió joven pues tenía 39 años de edad. Su último deseo fue que lo sepultaran en la población de Loreto y así se hizo. En el panteón de ese lugar, sus familiares y los padres de familia de la escuela secundaria que él dirigió levantaron un monumento y debajo del mismo descansan los restos del que fue un amigo querido, cuyo recuerdo se aviva cuando mencionamos su nombre: Juan Francisco —El Gato—Angulo.


Marzo 15 de 2016.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Compañeros de dormitorio

Fue hace muchos años, más de cincuenta. En un mes de septiembre, las autoridades educativas del entonces territorio, me comisionaron como maestro rural a la comunidad de San Salvador, un lugar localizado a la altura del poblado de Santa Rita, en el kilómetro 157 de la carretera transpeninsular.

Para llegar tenía que ir bordeando un arroyo a lo largo de veinte kilómetros, por una brecha apta solamente para picaps o camiones. Al cabo de una hora se llegaba a San Salvador que estaba en una meseta con casas construidas de ladrillo y techos de teja colorada.

Eran cuatro y según me platicaron las construyó el gobierno con el fin de establecer una guarnición militar que vigilara toda esa amplia zona de posibles incursiones de grupos extranjeros. Cuando llegué allí solamente la poblaban el subdelegado de gobierno, don Aurelio Montufas y su familia y otra más por un ranchero del lugar cuyo nombre se me escapa. La tercera casa estaba destinada al maestro y la última era una construcción grande construida quizá para almacén, pero que se había destinado para la escuela.

Al llegar, el señor subdelegado me llevó a la pequeña casa que me servirìa de estancia, mientras me decía: --“Por aquí hay muchas salamanquesas, pero no les tenga miedo, no hacen dañó”. Yo tenía una vaga idea de que eran como lagartijas hasta que por la noche las vi entre las vigas del techo.

Confieso que esa primera noche casi no dormí. Además de ser blancas y transparentes y con unos ojos negros que resaltan en la oscuridad, emiten una especie de canto corto de manera intermitente. Aunque era una noche calurosa, esa vez descansé con la sábana cubriendo todo mi cuerpo,

Con el paso de los días me acostumbré a ellas y les agradecí que se comieran las arañas, moscas y otros insectos que tuvieron la mala suerte de invadir mi habitación. Y todo iba bien hasta que…

Como es costumbre en la mayoría de los ranchos, las casas aunque tengan puertas no las cierran, por comodidad o porque no temen que alguien se meta a hacerles daño. Por eso, todos los días cuando estaba atendiendo a los niños en la escuela, dejaba la mía sin cerrar confiado en la honradez de los habitantes del lugar. Y además porque eran muy pocas mis pertenencias: unas tres mudas de ropa, un quinqué, dos o tres libros y un foco de mano. Además una cama de tijera, dos sábanas, una cobija y la almohada correspondiente. Como verán, nada de gran valor.

Y así transcurrieron tres o cuatro días. Pero por las noches yo escuchaba un ruidito en una pila de ladrillos que alguien colocó en una esquina de mi cuarto. Al principio no le di importancia, pero como el ruido era constante me llegó a preocupar y por eso lo platiqué lo que dio por resultado que dos vecinos del rancho se ofrecieran para retirar los ladrillos y ver que ocasionaba el mentado ruidito.

Con alguna desconfianza fueron retirando las piezas y, de pronto, una culebra se escurrió entre sus piernas y se escapó a través de la puerta. Pasado el susto —yo me encontraba de mirón— uno de los amigos exclamó:” lo bueno que era culebra, porque si hubiera sido víbora y de las malas, --se refería a la cascabel-- nos hubiera mordido”.

Cuando retiraron todos los ladrillos encontraron el nido en que dormía cómodamente mi compañera de cuarto. A partir de ese día procuré cerrar la puerta, no fuera ser que la culebra volviera a visitarme. Preferí la compañía de las salamancas que, justo es decirlo, son inofensivas aunque por su constitución translúcida causan un poco de repulsión. Pero uno a todo se acostumbra. Digo.

Un año duré en la comunidad de San Salvador. Lo suficiente para darme cuenta de que es una zona donde proliferan los alacranes güeros y las tarántulas de gran tamaño, ya que es un terreno pedregoso. Y por las orillas del arroyo, entre los breñales los ofidios entre los que, seguramente convivía mi amiga, la culebra.

Marzo 12 de 2016.

martes, 15 de marzo de 2016

Mi esposa “la leona”

La conocí en un pequeño poblado del Valle de Santo Domingo, adonde fui a trabajar allá por los años cincuenta del siglo pasado. Ella formaba parte de una familia que llegó a ese lugar proveniente de Loreto, esperanzada en lograr un mejor medio de vida en esa región dedicada a las actividades agrícolas.

El poblado que lleva el mismo nombre del Valle estaba formado por una serie de casas de madera que se alineaban alrededor de una sola calle de la que nunca supe el nombre. Según contaban, la madera era parte del naufragio de un barco que encalló varios kilómetros al oeste de ese lugar.

Después de varios meses de relaciones nos casamos por lo civil, con la aceptación de su mamá —su padre había muerto unos años antes— y de sus cuatro hermanos. Fue una boda sencilla y apresurada a la que asistieron pocos invitados. Y es que nuestras condiciones económicas no daban para más.

Iniciamos nuestra vida marital en una casita de madera proporcionada por un vecino del lugar, y ya después en un jacal construido en las orillas del pueblo que tenía por paredes varas entrelazadas de palo de arco, petates y hojas de palma para el techo. Con el paso de los meses, ahí nació nuestro primer hijo que afianzó el amor que nos teníamos.

Al paso de los años nacieron dos más, una mujer y un varón por lo que la vida se complicó un poco más. Afortunadamente siempre contamos con la protección de la familia de ella, ya que los dos últimos años de mi estancia en ese poblado nos permitieron vivir en su casa. Y eso fue porque me comisionaron a trabajar en otra comunidad que no tenía las comodidades necesarias, así que preferí dejar a la familia con mi suegra.

Recuerdo que los fines de semana recorría caminando los casi veinte kilómetros que separaban las dos comunidades con el fin de estar al lado de mi esposa y de mis hijos. Y también convivir con los amigos y los hermanos de mi consorte. Por supuesto con mi suegra quien siempre demostró un gran amor por mi familia.

Cuando, después de permanecer seis años en el Valle de Santo Domingo, me trasladaron a La Paz, mi vida dio un giro importante. Dos años antes había construido una modesta casa de material en una esquina del terreno que poseía mi papá en las orillas de la ciudad, .previendo que algún día regresaría acompañado de mi esposa y mis hijos.

Al principio mi esposa extrañó a la familia que había dejado en el Valle, pero poco a poco se fue acostumbrando y se adaptó a su nuevo ritmo de vida. Sobre todo por que al lado de mi casa vivían mis padres que la acogieron con cariño y le ofrecieron toda la ayuda posible.

Y así pasaron los años. A los tres hijos que nacieron el Santo Domingo se sumaron otros tres más —mujeres— por lo que los cuidados de los mismos requirieron todo el tiempo de mi esposa. Hasta eso que siempre fue una madre responsable. Además de alimentarlos aprendió a coser y en una vieja máquina Singer confeccionaba los vestidos y los pantalones de sus hijos. Después, para nivelar un poco los gastos de la casa, confeccionaba ropa ajena ocupando parte de la noche para cumplir con los pedidos.

De esa calidad era mi esposa. Pero, ¿Porqué el mote de “la leona”.

Cuando los hijos crecieron ingresaron a una escuela primaria y uno de ellos ya cursaba el tercer año. En cierta ocasión, el niño se retrasó en llegar a la casa y su mamá, preocupada, preguntó la razón de ello. —“Es que el profesor lo dejó castigado porque se peleó con otro niño”— le platicó otro de sus hijos.

Oír lo anterior y dejar todo lo que estaba haciendo fue cosa de minutos. Como la escuela se encontraba a tres cuadras de distancia, tarde se le hizo para llegar. Ahí encontró al maestro y lo increpó duramente:--¿Porqué castigó a mi hijo y al otro no? “Los dos son culpables y no me parece justo que sólo a mi hijo lo haya castigado y que lo haya llevado a la dirección jalándolo de las patillas”.

Pobre maestro. Se quiso justificar, pero ante la furia de mi esposa no halló otra salida que disculparse y permitir que el niño se fuera a su casa. Como la discusión se dio en la oficina del director y cuando mi esposa y mi hijo ya se habían retirado, el profesor dirigiéndose al encargado de la escuela, le dijo: --“Ah caray, resultó brava la leona, ¿verdad?

Y fue así como durante los años que estudiaron mis hijos en esa escuela, cada vez que mi esposa pasaba a recogerlos era común escuchar a los maestros cuando susurraban: --“Cuidado, ahí viene la leona”.

Y efectivamente fue una leona cuidando a sus hijos. Quizá a ello se debe que ya adultos sientan un respeto y una gran admiración por su madre. Ella llevó siempre en su corazón la sentencia: “A mis hijos no los toquen”.

Marzo 11 de 2016.