Fue hace muchos años, más de cincuenta. En un mes de
septiembre, las autoridades educativas del entonces territorio, me comisionaron
como maestro rural a la comunidad de San Salvador, un lugar localizado a la
altura del poblado de Santa Rita, en el kilómetro 157 de la carretera
transpeninsular.
Para llegar tenía que ir bordeando un arroyo a lo largo de
veinte kilómetros, por una brecha apta solamente para picaps o camiones. Al
cabo de una hora se llegaba a San Salvador que estaba en una meseta con casas
construidas de ladrillo y techos de teja colorada.
Eran cuatro y según me platicaron las construyó el gobierno con
el fin de establecer una guarnición militar que vigilara toda esa amplia zona
de posibles incursiones de grupos extranjeros. Cuando llegué allí solamente la
poblaban el subdelegado de gobierno, don Aurelio Montufas y su familia y otra
más por un ranchero del lugar cuyo nombre se me escapa. La tercera casa estaba
destinada al maestro y la última era una construcción grande construida quizá
para almacén, pero que se había destinado para la escuela.
Al llegar, el señor subdelegado me llevó a la pequeña casa
que me servirìa de estancia, mientras me decía: --“Por aquí hay muchas
salamanquesas, pero no les tenga miedo, no hacen dañó”. Yo tenía una vaga idea
de que eran como lagartijas hasta que por la noche las vi entre las vigas del
techo.
Confieso que esa primera noche casi no dormí. Además de ser
blancas y transparentes y con unos ojos negros que resaltan en la oscuridad,
emiten una especie de canto corto de manera intermitente. Aunque era una noche
calurosa, esa vez descansé con la sábana cubriendo todo mi cuerpo,
Con el paso de los días me acostumbré a ellas y les agradecí
que se comieran las arañas, moscas y otros insectos que tuvieron la mala suerte
de invadir mi habitación. Y todo iba bien hasta que…
Como es costumbre en la mayoría de los ranchos, las casas
aunque tengan puertas no las cierran, por comodidad o porque no temen que
alguien se meta a hacerles daño. Por eso, todos los días cuando estaba atendiendo
a los niños en la escuela, dejaba la mía sin cerrar confiado en la honradez de
los habitantes del lugar. Y además porque eran muy pocas mis pertenencias: unas
tres mudas de ropa, un quinqué, dos o tres libros y un foco de mano. Además una
cama de tijera, dos sábanas, una cobija y la almohada correspondiente. Como
verán, nada de gran valor.
Y así transcurrieron tres o cuatro días. Pero por las noches
yo escuchaba un ruidito en una pila de ladrillos que alguien colocó en una
esquina de mi cuarto. Al principio no le di importancia, pero como el ruido era
constante me llegó a preocupar y por eso lo platiqué lo que dio por resultado
que dos vecinos del rancho se ofrecieran para retirar los ladrillos y ver que
ocasionaba el mentado ruidito.
Con alguna desconfianza fueron retirando las piezas y, de
pronto, una culebra se escurrió entre sus piernas y se escapó a través de la
puerta. Pasado el susto —yo me encontraba de mirón— uno de los amigos exclamó:”
lo bueno que era culebra, porque si hubiera sido víbora y de las malas, --se
refería a la cascabel-- nos hubiera mordido”.
Cuando retiraron todos los ladrillos encontraron el nido en
que dormía cómodamente mi compañera de cuarto. A partir de ese día procuré
cerrar la puerta, no fuera ser que la culebra volviera a visitarme. Preferí la
compañía de las salamancas que, justo es decirlo, son inofensivas aunque por su
constitución translúcida causan un poco de repulsión. Pero uno a todo se
acostumbra. Digo.
Un año duré en la comunidad de San Salvador. Lo suficiente
para darme cuenta de que es una zona donde proliferan los alacranes güeros y
las tarántulas de gran tamaño, ya que es un terreno pedregoso. Y por las
orillas del arroyo, entre los breñales los ofidios entre los que, seguramente
convivía mi amiga, la culebra.
Marzo
12 de 2016.
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