Cuando se abrió el Valle de Santo Domingo a la agricultura,
oleadas de campesinos con sus familias llegaron a esa región dispuestas a
lograr fructificar la tierra. Los grupos que fueron llegando formaron colonias
con el nombre de sus lugares de origen o de otro que los distinguiera. Así
nacieron las colonias Jalisco, Nueva California, Las Delicias, Teotlán, La
Laguna y otras más.
El gobierno repartió miles de hectáreas que los colonos
tuvieron que desmontar y les perforó los pozos para la extracción del agua.
Hizo algo más: mientras no pudieron hacer los primeros cultivos, les mandó
provisiones de boca y en vez de arados jalados por animales, los dotó de
tractores de gasolina y uno que otro de oruga que funcionaban con diesel.
Desde luego, con los
tractores se les facilitó la nivelación y barbecho de los terrenos, de tal
suerte que en pocos meses pudieron sembrar y cosechar trigo y algodón,
preferentemente. Aunque la lejanía con la ciudad de La Paz siempre constituyó
un gran inconveniente para obtener los insumos que necesitaban, sobre todo los
combustibles, las refacciones y los productos alimenticios. Y también mecánicos
que pudieran reparar los tractores, sobre todo los de oruga.
Fue por esto último que un día de tantos llegaron al Valle
dos personas expertas en esa clase de tractores, uno que tenía nombre
extranjero, Meeling, y el otro que tiempo después fue mi compadre de apellido
Romo. Los conocí porque llegaron a vivir en la colonia donde yo laboraba como
maestro.
Hacían sus recorridos a las diferentes colonias montados en
un jeep que el gobierno les había prestado para ese fin. A veces, los fines de
semana me invitaban a visitar las comunidades cercanas. Fueron dos buenos
amigos durante el tiempo que estuve en ese lugar. Más con Romo por su
particular forma de ser.
Fornido, de estatura más que mediana, con ojos un tanto
achinados y de franco carácter, luego luego se hizo amigo de los campesinos que
veían en él un elemento valioso que se sumó a los esfuerzos de hacer productiva
la tierra. Durante mi estancia en esa colonia mantuve mi amistad con él, y
cuando me trasladé a otro lugar de trabajo lo volví a frecuentar y fue allí
donde nos hicimos compadres.
Pero Romo no era un cándido palomo. Su carácter atrabancado
y belicoso afloraba con cualquier motivo. En varias ocasiones se lió a golpes
con otros por cuestiones baladíes. Era un fósforo que se prendía con cualquier
tallón. Una noche se organizó un baile en una de las colonias y allá fuimos de
alboroteros. Al calor de las cervezas mi compadre se hizo de palabras con otro
atrabancado igual que él y se retaron.
--Tienes fama de cabrón—le dijo el otro—pero aquí te va a
llevar la tiznada—Y le mostró un cuchillo que llevaba en su mano. De improviso
sin decirle agua va, Romo se le fue encima y de un puñetazo lo derribó, a la
vez que le decía:- “Y sigo siendo cabrón”. Recogió el cuchillo y me lo dio como
recuerdo.
En esa región, rumbo a la costa, existe un estero adonde
íbamos a pescar los fines de semana. Un día dio la casualidad que encontramos
varias ballenas paseándose tranquilamente y ello motivó que Romo dijera de
pronto:--“Oigan, voy a fisgar una para que nos dé una buena paseada” ¿Qué
dicen?
Y sin esperar nuestra respuesta, agarró la fisga, se paró en
la proa de la embarcación y dijo: “denle duro con los remos para alcanzarlas”
Vano intento. Los animales se alejaron y Romo se quedó con las ganas. O cuando
se metió a pitcher en una novena del poblado y rápido lo enviaron a fildear,
pues eran más los que golpeaba que los straiks.
Así era mi compadre. Hasta eso que tenía suerte con las
mujeres. Anduvo quedando bien con una hermosa hija del jefe de una colonia,
pero las cosas no llegaron a mayores por la oposición férrea de la madre. Al
último, no sé si por despecho o por que la quiso, se casó en ese lugar con una
muchacha de buena familia.
Cuando me fui a trabajar a La Paz, me platicaron que se
había ido a radicar a un pueblo al sur de Ensenada. Pasados varios años me
enteré de que había muerto. En mi archivo de fotografías guardo una donde está
junto a su ahijado Guillermo. Es lo último que tengo como recuerdo de un amigo
de esos tiempos.
¡Ah! Y también una cicatriz en mi nariz producto de un
accidente en el jeep, ocasionado cuando se le ocurrió visitar la colonia de su
antiguo romance. Mal le fue, porque el vehículo quedó inservible y tuvo que
dedicarle mucho tiempo para ponerlo en condiciones de uso.
Así era Romo. Y cuando alguien me pregunta el porqué de mi
cicatriz, les contesto:--“Es la presencia de mi compadre Juan, el atrabancado.
Marzo
18 de 2016.
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