En 1957, cuando
me cambiaron del Valle de Santo Domingo a La Paz, mandé construir una modesta
vivienda de material en la esquina de las calles 16 de Septiembre y Héroes de
la Independencia, en un terreno propiedad de mi padre.
Ahí vivimos
muchos años y ahí también nacieron mis hijas Virginia, Sandra Luz y Martha
Patricia. A un lado se encontraba la casa de mis padres, don Agustín y doña
Julia, por lo que las relaciones familiares fueron muy estrechas. En esos años,
como nuestra vivienda se encontraba en las orillas de la ciudad, mis padres
criaban algunas gallinas y engordaban cada año un cochino que después era
sacrificado para hacer carnitas y chicharrones.
Con el tiempo
las condiciones fueron cambiando. Llego la energía eléctrica y la tubería de
agua potable, olvidándonos de los pozos artesianos y los molinos de viento.
Llegaron también los inspectores de salubridad prohibiendo la cría de animales.
En fin, que nuestra casa pasó a formar parte de la zona urbana de La Paz.
A inicios de la
década de los setenta, aprovechando los créditos del ISSSTE solicité un
préstamo y con él mandé construir una casa habitación más confortable en el
mismo terreno de mis padres. La antigua casa se la regalé a mi hermano Ricardo
quien durante muchos años, en compañía de su esposa María del Refugio la
conservó y rehabilitó. Por cierto, como no tuvieron hijos su tiempo lo
destinaban a criar pájaros de todas clases: canarios, cenzontles, periquitos
del amor, cardenales, palomas y hasta un loro estridente.
Pero como todo
en la vida, una día falleció “la tía Cuca” como le decían cariñosamente mis
hijos. En mi libro de crónicas “Narraciones de ayer y de hoy” incluí una
dedicada a ella, que titulé “Mi cuñada Cuca y los pájaros”. Mi hermano, entrado
en años y enfermo, se deshizo poco a poco de esas hermosas aves y también, una
mañana dejó de existir.
Cuando pasaba
frente a mi antiguo hogar los recuerdos volvían entrelazados con momentos de
alegría y de tristeza. Unos años atrás todavía se encontraba en la esquina un
pequeño local donde vendíamos raspados y golosinas. En la Casa Ruffo
comprábamos las esencias y los jarabes los preparaba mi esposa, mientras que
mis hijos Guillermo y Agustín iban por el hielo a la fábrica del “Patón”.
Ahí, en el
corredor de la casa velamos a mis padres, fallecidos los dos por enfermedades
en ese entonces incurables. Ahora ellos descansan en el panteón de los San
Juanes. Al igual que Guillermo, el mayor de nuestros hijos y de mi hermano
Ricardo y su esposa María del Refugio.
Se avivan los
recuerdos porque desde hace varios días nuestro viejo hogar está siendo
destruido. Por aquello de la modernidad poco a poco las paredes, el techo, las
puertas y las ventanas van desapareciendo y pronto no habrá indicios de lo que
fue: un refugio que albergó a una familia durante décadas.
Se me pasaba
decir que esa casa, cuando mi hermano estaba muy enfermo, se la regaló a uno de
sus sobrinos, Luis, en agradecimiento a los cuidados que tuvo con él durante
sus largos meses de convaleciente. Fue un rasgo generoso del cual nosotros no
hallamos motivos de protesta, aunque sí de sorpresa.
Pero el hecho
no nos descorazona aunque, claro, por aquello del sentimentalismo hubiéramos
preferido que esa modesta vivienda se rehabilitara, que su jardín que tenía
árboles frutales y plantas de ornato se conservaran, en fin, que se
materializara el recuerdo por todo lo que significó para los que habitamos en
ella.
Es por eso del
nombre de esta crónica. ADIÓS A MI VIEJO HOGAR.
Mayo 22 de
2015.
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