Con motivo de su cumpleaños le
regalé a mi hija Marta Patricia el libro “La ladrona de libros” que después lo
reprodujeron en película. En su tiempo —hará unos siete años— fue un éxito de librería y creo
que hasta la fecha.
Es el relato de una niña de
escasos ocho años que se introduce en la casa del alcalde cuando no hay nadie y
se apodera de libros que después lee en compañía de un refugiado judío. Fue en
los tiempos de la Segunda Guerra Mundial y la persecución de los judíos era
incesante. La niña, Liesel Meminger, adoptada por la familia con la que vivía,
después de un bombardeo queda abandonada y la esposa del alcalde le da su
protección.
Me viene el recuerdo —guardada toda
proporción— ahora que apareció la noticia de que una escuela preparatoria del
municipio de Los Cabos tiró a la basura una cantidad apreciable de libros
diversos, mismos que formaban parte de la biblioteca de esa institución. Los
motivos se ignoran pero el hecho es a todas luces reprobable.
Aquí en La Paz sucedió algo
parecido, en una institución educativa superior. Nomás que la explicación que
se dio fue la de haberlos donado a otras bibliotecas. Lo cierto es que un amigo mío, que había entregado para su
resguardo varios de esos libros, protestó enérgicamente ante tal descabellada
decisión.
El desprecio por los libros no
es nuevo. Desde la época de la Inquisición, allá por el siglo XVI, la iglesia
elaboró un índice, el Index Librorum Prohibitorum, de los textos que no debían
leerse por ir en contra de los principios cristianos. Y a través de los años
ese Índice les dio palo —los quemó— a los libros del Talmud, de astrología, los
de Martín Lutero y vaya hasta los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola,
y no digamos los de Maquiavelo, Dante, Rabelais y Tomás Moro. Y en el colmo de
la persecución hasta Fray Luis de León quien estuvo preso cuatro años, por
desacato a la Iglesia.
Pero la Iglesia no era la única
que cantaba mal las rancheras. En el inicio del nacional socialismo de Hitler,
en la tercera década del siglo pasado,
el ministro de propaganda del partido nazi, Joseph Goebbels, ordenó el
saqueo de bibliotecas y librerías y en desfile con antorchas —fue en la noche
del 1.º de mayo de 1933— arrojaron a la hoguera más de 25,000 libros. Entre
ellos estaba los de Albert Einstein, Sigmund Freud, Jack London, Ernest
Hemingway, Lewis Sinclair y hasta los de Hellen Keller, la escritora norteamericana
que superó sus deficiencia de la sordera y la ceguera.
Dicen los bien informados que
cuando Goebbels oía hablar de cultura sacaba la pistola. Lo cierto que en esos
años de la Segunda Guerra Mundial, los únicos textos permitidos en Alemania
eran los dedicados al nazismo. Vaya usted a creer.
Y mire lo que son las cosas. Un
día cualquiera, mi bisnieta Frida Yucari recogió unos libros que una persona
ignorante arrojó a la basura. Me enseñó
algunos y cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta que formaban
parte de una colección de grandes biografías editada por W. M Jackson, en 1954.
De esa colección, valiosa en sí misma, conservo seis que compré hace muchos
años a la estimada amiga Consuelo Montes López.
Los libros, como portadores del
conocimiento universal, no se tiran a la basura. Lo mejor es regalarlos a los
alumnos que se interesen por ellos, o donarlos a otra institución que los
necesite. Pero deshacerse de los libros así como así, merece la repulsa de la
sociedad.
Octubre
16 de 2105.
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