El 25 de marzo de 2014 murió un
gran hombre y un mejor político. A base de tenacidad y esfuerzo logró lo que
fue la ambición de toda su vida: ser gobernador del nuevo estado de Baja
California Sur. De eso hacen ya cuarenta años y durante todo ese tiempo logró
ganarse el reconocimiento y el cariño de su pueblo, al que sirvió como saben
hacerlo los buenos sudcalifornianos.
La tarea no fue fácil. Como algo
que comienza, tuvo que echar mano de toda su experiencia, para organizar y
administrar un gobierno dentro del marco de una constitución local y con
funcionarios capaces y conscientes de sus nuevas responsabilidades. Así, en los
primeros días de su mandato, tomó la protesta del profesor Marcelo Rubio Ruiz,
como secretario general; del profesor Armando Trasviña Taylor, como oficial
mayor: del licenciado Guillermo Mercado Romero, como tesorero general; del
ingeniero Alfonso González Ojeda, como secretario de Desarrollo y como secretario
particular al licenciado Héctor Castro Castro.
En el recién creado Tribunal
Superior de Justicia del Estado fueron comisionados los licenciados Matías
Amador Moyrón, Rubén Aréchiga Espinoza, José Hernández Gómez y Jesús Sáenz
Juárez. Y en la Procuraduría de Justicia del Estado se designó al licenciado
Enrique Ortega Romero.
Con ellos y con otros más que
conformaron su gabinete inició un gobierno de puertas abiertas, tal como le
había prometido al presidente Luis Echeverría durante su discurso de toma de
posesión. Y así fue durante los seis años de su gobierno. Sencillo en su trato,
con la amabilidad que siempre lo caracterizó, recorrió todos los rincones de la
media península encarando los problemas de las comunidades, para buscar sus
posibles soluciones.
Los ayuntamientos de Mulegé,
Comondú y La Paz coadyuvaron en estas acciones de bienestar comunal. Sergio
Aguilar Rodríguez y Mario Vargas Aguiar de Mulegé, Daniel Moska Masaki y Eligio
Soto López de Comondú y Jorge Santa Ana González y Francisco Cardoza Macías de
La Paz, supieron de la forma dinámica de trabajar del gobernador y lo
respaldaron ampliamente.
No fue una tarea fácil la de
Ángel César Mendoza Arámburo. Pero la llevó a cabo contando con el apoyo y
comprensión de su pueblo y claro, con la ayuda valiosa del gobierno federal.
Como fue la creación de la universidad y la escuela normal superior. O la
reconstrucción del antiguo palacio de gobierno, destruido en una administración
anterior.
Cuando terminó su mandato en el
mes de abril de 1981 el PRI lo invitó para que ocupara una dirección en el
Comité Ejecutivo Nacional y posteriormente fungió como subsecretario de
Inspección Fiscal en Hacienda. Después regresó a La Paz y aquí permaneció el
resto de su vida. Cuando murió tenía 80 años de edad.
Es curioso cómo pasa la vida
alejada de los oropeles. La parafernalia propia del mundo político crea un
ambiente engañoso en torno a la valía de las personas. El poder político y
muchas veces el económico se rodean de un aura de autenticidad que desaparece
cuando se termina ese poder. Y son muchos los que disfrutan de esa falsa imagen
en su vida privada.
Ese no fue el caso de Ángel
César. Los que lo conocimos y conservamos su amistad de muchos años atrás,
supimos de su don de gentes, de su alegría de vivir, de su respeto a las
opiniones que no coincidían con las suyas. Cuatro amigos tuvimos la oportunidad
de desayunar cada mes con él. Unos días antes del siguiente, nos habló para
decirnos que el desayuno se posponía hasta que recuperara su salud. Pero ya no
fue posible porque la enfermedad acabó con su vida.
En una crónica con motivo de su
deceso escribí que la calidad humana que lo distinguió es la mejor herencia
para su familia y también para los que, de una u otra forma, sintieron la
influencia de su amistad.
04
de abril de 2016
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