Un amable lector de mis crónicas me preguntó hace poco: “Oye, en tus artículos hablas de tu familia actual, pero nunca que yo sepa te has referido a tus padres y a tus hermanos; solo he leído referencias vagas de esa familia de donde procedes.
La
pregunta del buen amigo me produjo inquietud porque en efecto, he soslayado ese
aspecto importante de mi vida aunque, a decir verdad, el tiempo transcurrido ha
menguado el recuerdo de ellos. Ahora lo hago, a sabiendas de que voy a hablar
de una familia que hizo lo posible por sobrevivir debido a sus precarios
recursos económicos.
Esta
clase de familia, limitada en su alimentación, en su vestuario y la ausencia de
relaciones sociales, vierte su pobreza en el cariño de sus integrantes como
paliativo de sus carencias. De esta clase fue la familia de la que formé parte.
Una madre, un padre y dos hermanos de la misma sangre. Otra hija procreada
antes de relacionarse con mi padre, hizo su vida aparte pues se casó con un
militar y se fueron a radicar a la ciudad de Guadalajara.
Ya
he dicho en anteriores ocasiones que mi padre fue militar de bajo rango —a lo
más que llegó fue a cabo de infantería— y eso lo obligó a cambiar de residencia
continuamente. Mi madre lo acompañó convertida en soldadera y lo siguió siendo
cuando nacieron mis hermanos Ricardo y Leonor y también cuando nací yo en los
últimos años de su carrera militar.
Radicados
finalmente en la ciudad de La Paz, vivieron en una vecindad que estaba en la
calle Nicolás Bravo casi esquina con la Revolución. En esos años terminé la
enseñanza primaria en una escuela cercana conocida como Ignacio Allende.
Todavía cuando me fui a estudiar la prevocacional a la ciudad de Tijuana, ellos
seguían viviendo en ese lugar.
Cuando
al cabo de dos años regresé a La Paz, ya mi padre había adquirido un terreno en
las orillas de la ciudad y construido una modesta vivienda de varas trabadas y
techo de palma. Se mantenían con la pensión de mi padre y la ayuda de mi
hermano quien trabajaba en una brigada perforadora de pozos de agua potable en
comunidades carentes de ella. Después aprendió el oficio de peluquero y hasta
el final de sus días fue el sustento económico de mis padres y también de su
esposa. Por cierto, en mi libro “Narraciones de ayer y de hoy” incluí una
crónica titulada Mi cuñada Cuca y los pájaros.
Con
mi regreso aumentaron los gastos de la familia y ello motivó que buscara
trabajo en la escuela industrial en el taller de carpintería para ayudar en
parte a las necesidades de mis padres. Tenía la intención de permanecer en ese
trabajo alejado de mis estudios. Pero como lo digo en otro de mis libros un
joven que llegó de la ciudad y coincidimos en la escuela industrial —Óscar
Valdez era su nombre— me convenció a terminar la secundaria.
Mi
padre, además de su pensión, trabajó varios años en el servicio de limpia de la
ciudad, pero fue dado de baja por su edad. El resto de sus años acompañó a mi
madre ayudando en las faenas del hogar. El extinto periodista Carlos Domínguez
Tapia lo conoció y tuvo la gentileza de incluir sus datos biográficos en su
libro “Forjadores de Baja California.
Durante
varios años mi papá mantuvo la costumbre de engordar un “cochi” y cuando lo
sacrificaba eran días de fiesta, pues mi madre incluía en nuestra dieta
platillos a base de carne del animal y chicharrones, además del estreno de ropa
y zapatos gracias al dinero obtenido por la venta de la manteca y partes del
animal. Eso era lo bueno, lo malo eran las madrugadas a fin de ayudar a la
matanza del puerco, pero lo justificaba la animada plática de mi padre y sus
gestos de alegría. En varias ocasiones mi hermano Ricardo era su principal
ayudante.
Agustín
Reyes Castellanos, mi padre, nació en el año de 1890 en el pueblo de Nochixtlán,
Oaxaca y en ese mismo lugar se casó con mi madre Julia Silva, con la que
tuvieron tres hijos Ricardo, Leonor y Leonardo. Cuando se casaron mi madre ya
tenía una hija bautizada con el nombre de Anastacia, a quien por cariño le decían
Chata. Él murió el 7 de diciembre de 1962 víctima de un mal cardiaco y está
sepultado en el panteón de los San Juanes de esta ciudad de La Paz. Sobre su
deceso un sentimiento de culpa ha permeado por no haber estado a su lado cuando
dejó de existir. Eso fue debido a una gira de trabajo por el sur de la entidad
por cuestiones sindicales. Cuando regresé al cabo de tres días de ausencia por
tarde y llegar a casa lo encontré velándolo. Ante mi tremenda sorpresa, mi
esposa con lágrimas me explicó “Se puso malo de repente y ni tiempo tuvimos de
llevarlo al doctor. Allá adentro está mi suegra, ve a consolarla”. La encontré
con un velo de tristeza que me impidió hablarle y solo la abracé y la arrullé
como pude.
En
el año de 1961 fui estudiante en la Escuela Normal Superior de Tepic, Nayarit y
la maestra de Español Superior nos dejó de tarea un trabajo descriptivo. Lo
guardo aún porque es un texto dedicado a mi madre y entre otras cosas escribí:
“Terminaba el primer año de mi carrera de maestro, cuando llevado por problemas
de carácter económico pensé en suspender mis estudios. A los 18 años de edad,
tal vez por la juventud que anhela todo relacionado con su bienestar material,
no se piensa en el futuro con la seriedad y objetividad del adulto. En ese
momento creí que lo mejor era buscar un empleo que me ayudara a sostener mis
problemas económicos y los de mi familia. Con esa idea fija en la mente, me
acerqué a la buena mujer que hoy ocupa mi atención para comunicarle mi
intención de ya no seguir estudiando. Ella escuchó en silencio las razones que
apoyaban mi decisión. Levantó su mirada y entonces con palabras sencillas,
plenas de ternura pero también de amarga realidad me dijo: “Como nosotros hemos
vivido tú también puedes vivir. Es poco lo que yo sé, tú lo sabes
perfectamente, siempre he lamentado de las pocas oportunidades de ir a la
escuela. Mas no por ello considero que esto haya sido una desgracia dado que lo
que no aprendí hoy lo están aprendiendo mis hijos, y eso justifica en parte mi
ignorancia y me hace feliz. La pobreza eterna aliada de nosotros, ha sido buena
al permitir que tú estudies para que te forjes un porvenir más placentero. Si
ya no deseas estudiar trabaja entonces que bien se necesita tu ayuda; más nunca
digas que tu familia ha sido la culpable de haber truncado el camino que
seguías”.
“Había tan grande sentimiento en su voz que
comprendí al instante el error que pretendía cometer. No, no era solo yo el
afectado. No era tampoco la solución de nuestros problemas económicos. Era algo
más, era la satisfacción íntima, intangible, que se producía en el alma al ver
superada la herencia familiar; era el orgullo al saber que sus descendientes no
serían como ellos fueron, sino algo mejor, más cultos, más responsables, más
comprensivos…”.
“A veces me pregunto cómo es posible que una
mujer tan sufrida, tan agobiada por el peso de los años, sea capaz aun de
luchar valerosamente por su familia”.
Recuerdos
de mi madre por todo lo que hizo por mí. Cuando enfermó, en el día de su
fallecimiento, me llamó para decirme con su voz agónica: “Hijo, prométeme que
no vas a convertirte en masón”. No sé quién se lo diría porque en efecto varios
amigos, entre ellos un inspector escolar, me habían invitado a pertenecer a esa
secta. La agarré de las manos y con las lágrimas resbalando por mi rostro le
juré: “No tengas cuidado madre, jamás ingresaré a la masonería”. Ella cerró los
ojos y musitó: “Gracias, hijo, Dios te bendiga por ello”.
Estuve
a su lado hasta que murió y lo mismo lo hizo mi esposa que la quiso mucho. Hoy
descansa en el panteón de los San Juanes y el epitafio dice: Julia Silva de
Reyes, nació en 1896 y murió el 12 de noviembre de 1970. Descanse en paz.