Han pasado muchos años pero cuando me acuerdo de lo ocurrido
todavía me dan escalofríos. Y no fue por el peligro inminente, sino más bien
por lo inesperado del suceso. Un suceso en el que participamos varios amigos,
reunidos en calidad de asesores de un gobernador de nuestro Estado.
Fue en la década de los ochenta
cuando, como dice el corrido “el caso sucedió”. En esos años con motivo del
informe anual del mandatario, éste responsabilizaba al secretario general de
gobierno a fin de que toda la información de los distintos funcionarios llegara
a sus manos y se encargara de elaborar el documento respectivo. Desde luego era
una tarea que a veces requería de tiempo ya que había que revisar el contenido
de los informes y, muchas veces, solicitar aclaraciones o bien datos
complementarios.
Quizá fue por anuencia del
mandatario, lo cierto es que el segundo de a bordo integró un grupo de
colaboradores que se encargaron de redactar el informe, dividiéndose el trabajo
según los datos proporcionados por cada dependencia: tesorería, oficialía
mayor, obras públicas, cultura, educación, etc.
Reunidos en una sala de un hotel
del centro de la ciudad, acondicionada con una mesa de trabajo y sus
correspondientes sillas, además de un servicio de cafetería, ocupábamos gran
parte de las mañanas para darle contenido al informe. Las más de las veces nos
acompañaba el gobernador y parte de sus colaboradores los que, documentos en la
mano, abundaban algunos aspectos que, a juicio del mandatario no estaban muy
claros. Exigía que no se ocultaran datos que debía conocer la población de la
entidad.
En el último año de su
administración repetimos el mismo trabajo, pero ahora con la preocupación de
que el informe fuera un referente para próximo gobernante, sobre todo en el
aspecto hacendario que es el talón de Aquiles de toda administración. Pero el
tiempo corría y la demora en la entrega de documentos por parte de los
funcionarios y la revisión exhaustiva de ellos nos llevó más tiempo de lo
programado.
Fue por ello que en los últimos
días nos reuníamos mañana y tarde con la natural tensión que se origina en
estos casos, aunque la camaradería ayudaba a hacer más llevadero nuestro
trabajo. Fue ahí, cuando uno de los integrantes de la comisión, ingeniero por
más señas, nos aseguró que de todos los cítricos el que contenía más vitamina C
era la mandarina. Eso dio motivo de que el servicio del hotel siempre nos
tuviera una buena dotación de esa fruta. O cuando otro, al darse cuenta que
eran pasadas las dos de la tarde sugirió la conveniencia de una botana y a
solicitud del gobernador llegó un platón de mariscos los que desparecieron en
un dos por tres.
Así las cosas y ante la premura
del tiempo, una mañana recibí una llamada telefónica del secretario general
quien me dijo “te espero en el aeropuerto, ya les hablé a los demás de la
comisión. Nos vamos a Buenavista, a la casa del señor gobernador, pues quiere
que en los dos días próximos quede listo el informe”. Primero porque era funcionario
y segundo por el compromiso contraído, alisté un poco de ropa entre ella una
chamarra —era los primeros meses del año— y acudí al llamado. Con todos
presentes abordamos la avioneta propiedad del gobierno y en menos de 20 minutos
llegamos al lugar indicado. Allí ya nos esperaba el mandatario.
Por supuesto, nos pusimos a
trabajar de inmediato. Revisamos y leímos el contenido del informe y a cada
aspecto el gobernador le iba dando el visto bueno. Total, como a las tres de la
tarde terminamos y el documento quedó listo para la impresión. “Gracias amigos,
por su ayuda”, nos dijo el mandatario, mientras nos levantábamos para
dirigirnos al comedor. Pero dijo algo más “el doctor M me recetó unas
inyecciones de vitaminas, me voy a poner una, ¿alguien quiere también hacerlo?
Todos nos negamos, con excepción del secretario general, quien aceptó que lo
inyectaran. Toda la tarde se quejó del dolor de las nalgas por culpa de la
sustancia inyectada.
Después de la comida y ante la
euforia de un compromiso cumplido, el gober nos invitó a saborear unas cervezas
mientras comentábamos las incidencias del trabajo realizado. Y las horas
transcurrían y la bebida no se acababa. Total, como a las 10 de la noche nos
retiramos a dormir, eso sí con muchas cervezas en la panza. Lo mismo hizo el
gobernador, aunque creo que sin estar nosotros presentes, continuó dándole
gusto a las ambarinas. Fue por eso del suceso del que les hablé al principio.
Al día siguiente, como a las
diez de la mañana, estábamos reunidos comentando lo bien que éramos atendidos,
cuando hizo acto de presencia el mandamás que llevaba en sus manos un estuche
de regular tamaño. Todavía se le notaban los estragos del exceso de la cerveza,
pero no le dimos importancia. “Miren lo que traigo aquí”, nos dijo, a la vez
que abría el estuche que contenía varias pistolas de diversos calibres. “Todas
me las han regalado—continuó—aunque yo no soy afecto a ellas, pero algunas,
como esta”, -- y mostraba una Beretta 9.o milímetros, reluciente,-- me gusta
mucho”. Y comenzó a manipularla y cuando menos esperábamos jaló del gatillo y
el ruido atronador de los disparos nos taladró los oídos. La reacción fue
instantánea. Apresurados nos levantamos buscando un refugio, mientras él seguía
disparando al aire.
El único que permaneció a su
lado fue el secretario general, impávido ante el supuesto peligro que
representaba la pistola en esos momentos. Poco después, cuando el gobernador se
retiró, volvimos a reunirnos para comentar el suceso, y también para reconocer
la valentía del secretario en ese inesperado percance. Aún recuerdo la
respuesta que nos dio: “Valiente yo, ni madres, lo que pasó es que me paralicé
por el miedo y aunque quise no pude moverme. Eso sí —pensé, hasta aquí llegué”.
Han pasado muchos años y cuando
me encuentro con uno de los que estuvieron esos días en Buenavista siempre me
dicen “el más miedoso fue fulano, pues ese mismo día por la mañana se regresó a
La Paz murmurando “para sustos no gano”. Nosotros volvimos a reunirnos con el
gober en plática amena y después de la comida regresamos a La Paz en la misma
avioneta.
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