Vida y obra

Presentación del blog

A través de este blog, don Leonardo Reyes Silva ha puesto a disposición del público en general muchos de los trabajos publicados a lo largo de su vida. En estos textos se concentran años de investigación y dedicación a la historia y literatura de Baja California Sur. Mucho de este material es imposible encontrarlo en librerías.

De igual manera, nos entrega una serie de artículos (“A manera de crónica”), los cuales vieron la luz en diversos medios impresos. En ellos aborda temas muy variados: desde lo cotidiano, pasando por lo anecdótico y llegando a lo histórico.

No cabe duda que don Leonardo ha sido muy generoso en compartir su conocimiento sin más recompensa que la satisfacción de que muchos conozcan su región, y ahora, gracias a la tecnología, personas de todo el mundo podrán ver su trabajo.

Y es que para el profesor Reyes Silva el conocimiento de la historia y la literatura no siempre resulta atractivo aprenderlo del modo académico, pues muchas veces se presenta con un lenguaje especializado y erudito, apto para la comunidad científica, pero impenetrable para el ciudadano común.

Don Leonardo es un divulgador: resume, simplifica, selecciona una parte de la información con el fin de poner la ciencia al alcance del público. La historia divulgativa permite acercar al lector de una manera amigable y sencilla a los conocimientos que con rigor académico han sido obtenidos por la investigación histórica.

Enhorabuena por esta decisión tan acertada del ilustre maestro.

Gerardo Ceja García

Responsable del blog

lunes, 4 de febrero de 2019

El timbre de mi casa

Cuando construyeron mi casa hace unas décadas atrás, aprovechando la extensión del terreno,  la levantaron cinco metros adentro de la línea de la manzana, por lo que quedó un espacio entre ella y la barda que mi esposa lo utilizó como jardín. En este cultivó diversas plantas de ornato, desde las gladiolas y tulipanes hasta las rosas de diferentes colores. Todas han ido desapareciendo con el tiempo y ahora solamente atiende unas cuantas de flor del desierto, corona de cristo, buganvillas y amor de un rato. Y con esmero cuida de unas plantas de azucenas que florecen en el mes de mayo.

El maestro albañil hizo bien al construir la casa un tanto alejada de los ruidos de la calle. Hizo bien por un lado y por el otro no, pues se originó un problema con eso de las visitas y el aviso de su llegada. Como la barda tiene un pequeño portón metálico que a veces se cierra con llave, las personas se veían impedidas de llegar hasta la puerta de la casa y tenían que buscar la manera de hacer notar su presencia. A veces a gritos o haciendo ruido en los barrotes del portón trataban de que los dueños los atendieran.

En ocasiones, cuando el portón estaba abierto, se introducían con toda confianza, pero a mitad del camino tenían que inmovilizarse cuando nuestro perro, al escuchar el ruido del portón al abrirse, corría y le ladraba al visitante. No era un perro cualquiera. De raza Bull Terry imponía por sus grandes fauces y su mirada de pocos amigos. Lo que no sabían que el animal —una hembra— era como se dice un alma de Dios: Mansa, cariñosa, obediente y juguetona. Todo lo contrario de la fama de agresivos que tienen esa clase de animales.

Cuando la Terry, así se llamaba, ladraba, ya sabíamos que alguien estaba parado y lleno de susto a mitad del jardín. Tantas veces se repitió este suceso que opté por ponerle remedio. En una ocasión en que visité la ciudad de Guadalajara donde residen los familiares de una hermana mía, acudí al mercado de San Juan de Dios y entre otras cosas compré una pequeña campana de bronce de excelente sonoridad. “para colocarla en el portón” me dije y solucionar el problema de las visitas.

Cuando regresé a La Paz, coloqué la campana en el travesaño superior del portón asegurada con un pedazo de alambre convenientemente torcido. Y como prueba le di varias sacudidas para escuchar el sonido causado por el badajo cuando pegaba con las paredes del artefacto. Pero poco tiempo me duró el gusto, porque a los tres días la susodicha campana la robaron. Después de hacer el coraje de mi vida y mandar a los infiernos al ladrón, decidí sustituirla por un timbre eléctrico cuyo botón coloqué en la entrada de la barda y el reproductor del sonido en una de las paredes del interior de la casa. La chicharra sonaba fuerte y resolvió durante meses el aviso de los visitantes. Nomás que fue mi esposa la que puso fin al mencionado timbre.

—“A ver qué vas a hacer con ese timbre porque ya me tiene harta”, me dijo y su voz de enojo no tenía réplica. Resulta que a mí también  pero me hacía el disimulado. Y la causa era que muchos de los que pasaban frente a la casa por diversión o por mala leche oprimían el botón y entonces mi esposa se apresuraba a atender la llamada y cuando llegaba al portón no había nadie esperando. No una sino infinidad de veces ocurrió lo mismo y lo peor fue cuando a altas horas de la noche se escuchaba el timbre y teníamos que levantarnos para atender al supuesto visitante. Engaños como esos fueron los que motivaron el enojo de mi media naranja.

Y como en mi casa yo mando, pero se hace lo que mi mujer quiere, anda vete el odioso timbre y otra vez los sustos de las personas y nuestra perra Terry. Había que solucionar de algún modo el problema. “Pero ¿cómo? es la pregunta que me hice durante varios días. Y la solución me llegó de forma inesperada. Un domingo por la mañana…

Un domingo por la mañana con mi familia visitamos el rancho de un amigo, allá por el rumbo de San Antonio de la Sierra. Mientras mis hijos iban en busca de pitahayas, me quedé platicando con don Alfredo sobre cosas relacionadas con la vida cotidiana de ese lugar, especialmente del cuidado de los animales, de lo caro de los forrajes, de la producción de la carne y la leche y, por supuesto, de la manutención del ganado en tiempos de secas.

De todo eso hablamos mientras caía la tarde, acompañados de una taza rebosante de café de talega. Por cierto que cuando hicimos referencia al ganado nativo, el que habían traído los primeros colonizadores de la península, don Alfredo confirmó lo que ya sabía: que se habían adaptado bien a las condiciones de aridez de la tierra y sobrevivían de las semillas y las hojas de las plantas de la región como el mezquite, el mauto y el tojil. Y en casos extremos el nopal, la biznaga y la choya, aunque a esta última hay que quemarle las espinas para que puedan comerse.

“¿Y el ganado cebú? le pregunté, porque estaba enterado de que un gobernador años atrás lo introdujo con la intención de mejorar la raza. “Yo compré un semental y lo crucé con mis vacas criollas, pero los becerros cuando crecieron nunca se pudieron adaptar a las condiciones de la región”. Y entonces recordé una sentencia de mi estimado amigo Isidro Jordán cuando dijo:” a esos mentados cebús se los va a llevar la chingada, porque nunca podrán igualarse al ganado criollo que le llevó siglos de adaptación a nuestro medio natural”.

Caía la tarde y de pronto allá a lo lejos se escuchó el sonido de una campana. Extrañado puse atención ya que el sonido se escuchaba cada vez más cerca del rancho. Don Alfredo al notar mi interés me explicó: “Es el cencerro de la vaca caponera que viene a tomar agua al igual que las demás que vienen detrás de ella”. En efecto, al poco rato, fueron llegando un grupo de vacas, toretes y becerros que se apilaron en torno a la pila del agua. Y claro la pregunta era de rigor: “Oiga don Alfredo, y ese llamado cencerro ¿para qué sirve?”.

“Bueno —me contestó— en el rancho se lo ponemos a la vaca que hace de cabecilla de las demás y también para facilitar encontrarlas cuando se alejan en busca de comida. Es curioso, pero en la quietud del campo el sonido del cencerro se alcanza a escuchar aunque anden muy lejos. Vamos para que vea como lleva el cencerro el animal”. En efecto, cuando me acerqué a la vaca me di cuenta que la campana la llevaba amarrada alrededor del cuello con una tira de cuero. Como por lo común estos animales son mansos pude incluso hacer sonar el mentado cencerro. Hasta eso con una sonoridad bastante buena.

Cuando regresamos a la casa del rancho le platiqué a don Alfredo del problema que tenía con el timbre y la dificultad que teníamos cuando llegaban visitas. “Oiga —me dijo— ¿y un cencerro no le serviría?”. “A lo mejor es la solución”, le contesté. “Por aquí tengo uno que le quité hace unos días a otra caponera, se lo voy a regalar”. Y dicho y hecho. Cuando regresé a la ciudad llevaba conmigo el cencerro el que al día siguiente lo colgué en el portón.

De esto han pasado cerca de quince años y el despreciado pero eficaz cencerro sigue ahí tan campante. Estoy esperando que se lo roben para poner otro que un amigo, en serio y en broma, me regaló en Navidad.

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