Cuando construyeron mi casa hace unas décadas
atrás, aprovechando la extensión del terreno,
la levantaron cinco metros adentro de la línea de la manzana, por lo que
quedó un espacio entre ella y la barda que mi esposa lo utilizó como jardín. En
este cultivó diversas plantas de ornato, desde las gladiolas y tulipanes hasta
las rosas de diferentes colores. Todas han ido desapareciendo con el tiempo y
ahora solamente atiende unas cuantas de flor del desierto, corona de cristo, buganvillas
y amor de un rato. Y con esmero cuida de unas plantas de azucenas que florecen
en el mes de mayo.
El maestro albañil hizo bien al
construir la casa un tanto alejada de los ruidos de la calle. Hizo bien por un
lado y por el otro no, pues se originó un problema con eso de las visitas y el
aviso de su llegada. Como la barda tiene un pequeño portón metálico que a veces
se cierra con llave, las personas se veían impedidas de llegar hasta la puerta
de la casa y tenían que buscar la manera de hacer notar su presencia. A veces a
gritos o haciendo ruido en los barrotes del portón trataban de que los dueños
los atendieran.
En ocasiones, cuando el portón
estaba abierto, se introducían con toda confianza, pero a mitad del camino tenían
que inmovilizarse cuando nuestro perro, al escuchar el ruido del portón al
abrirse, corría y le ladraba al visitante. No era un perro cualquiera. De raza
Bull Terry imponía por sus grandes fauces y su mirada de pocos amigos. Lo que
no sabían que el animal —una hembra— era como se dice un alma de Dios: Mansa,
cariñosa, obediente y juguetona. Todo lo contrario de la fama de agresivos que
tienen esa clase de animales.
Cuando la Terry, así se llamaba,
ladraba, ya sabíamos que alguien estaba parado y lleno de susto a mitad del
jardín. Tantas veces se repitió este suceso que opté por ponerle remedio. En
una ocasión en que visité la ciudad de Guadalajara donde residen los familiares
de una hermana mía, acudí al mercado de San Juan de Dios y entre otras cosas
compré una pequeña campana de bronce de excelente sonoridad. “para colocarla en
el portón” me dije y solucionar el problema de las visitas.
Cuando regresé a La Paz, coloqué
la campana en el travesaño superior del portón asegurada con un pedazo de
alambre convenientemente torcido. Y como prueba le di varias sacudidas para
escuchar el sonido causado por el badajo cuando pegaba con las paredes del
artefacto. Pero poco tiempo me duró el gusto, porque a los tres días la
susodicha campana la robaron. Después de hacer el coraje de mi vida y mandar a
los infiernos al ladrón, decidí sustituirla por un timbre eléctrico cuyo botón
coloqué en la entrada de la barda y el reproductor del sonido en una de las
paredes del interior de la casa. La chicharra sonaba fuerte y resolvió durante
meses el aviso de los visitantes. Nomás que fue mi esposa la que puso fin al
mencionado timbre.
—“A ver qué vas a hacer con ese
timbre porque ya me tiene harta”, me dijo y su voz de enojo no tenía réplica.
Resulta que a mí también pero me hacía
el disimulado. Y la causa era que muchos de los que pasaban frente a la casa
por diversión o por mala leche oprimían el botón y entonces mi esposa se
apresuraba a atender la llamada y cuando llegaba al portón no había nadie esperando.
No una sino infinidad de veces ocurrió lo mismo y lo peor fue cuando a altas
horas de la noche se escuchaba el timbre y teníamos que levantarnos para
atender al supuesto visitante. Engaños como esos fueron los que motivaron el
enojo de mi media naranja.
Y como en mi casa yo mando, pero
se hace lo que mi mujer quiere, anda vete el odioso timbre y otra vez los
sustos de las personas y nuestra perra Terry. Había que solucionar de algún
modo el problema. “Pero ¿cómo? es la pregunta que me hice durante varios días.
Y la solución me llegó de forma inesperada. Un domingo por la mañana…
Un domingo por la mañana con mi
familia visitamos el rancho de un amigo, allá por el rumbo de San Antonio de la
Sierra. Mientras mis hijos iban en busca de pitahayas, me quedé platicando con
don Alfredo sobre cosas relacionadas con la vida cotidiana de ese lugar,
especialmente del cuidado de los animales, de lo caro de los forrajes, de la
producción de la carne y la leche y, por supuesto, de la manutención del ganado
en tiempos de secas.
De todo eso hablamos mientras
caía la tarde, acompañados de una taza rebosante de café de talega. Por cierto
que cuando hicimos referencia al ganado nativo, el que habían traído los
primeros colonizadores de la península, don Alfredo confirmó lo que ya sabía:
que se habían adaptado bien a las condiciones de aridez de la tierra y
sobrevivían de las semillas y las hojas de las plantas de la región como el
mezquite, el mauto y el tojil. Y en casos extremos el nopal, la biznaga y la
choya, aunque a esta última hay que quemarle las espinas para que puedan
comerse.
“¿Y el ganado cebú? le pregunté,
porque estaba enterado de que un gobernador años atrás lo introdujo con la
intención de mejorar la raza. “Yo compré un semental y lo crucé con mis vacas
criollas, pero los becerros cuando crecieron nunca se pudieron adaptar a las
condiciones de la región”. Y entonces recordé una sentencia de mi estimado
amigo Isidro Jordán cuando dijo:” a esos mentados cebús se los va a llevar la
chingada, porque nunca podrán igualarse al ganado criollo que le llevó siglos
de adaptación a nuestro medio natural”.
Caía la tarde y de pronto allá a
lo lejos se escuchó el sonido de una campana. Extrañado puse atención ya que el
sonido se escuchaba cada vez más cerca del rancho. Don Alfredo al notar mi
interés me explicó: “Es el cencerro de la vaca caponera que viene a tomar agua
al igual que las demás que vienen detrás de ella”. En efecto, al poco rato,
fueron llegando un grupo de vacas, toretes y becerros que se apilaron en torno
a la pila del agua. Y claro la pregunta era de rigor: “Oiga don Alfredo, y ese llamado
cencerro ¿para qué sirve?”.
“Bueno —me contestó— en el
rancho se lo ponemos a la vaca que hace de cabecilla de las demás y también
para facilitar encontrarlas cuando se alejan en busca de comida. Es curioso,
pero en la quietud del campo el sonido del cencerro se alcanza a escuchar
aunque anden muy lejos. Vamos para que vea como lleva el cencerro el animal”.
En efecto, cuando me acerqué a la vaca me di cuenta que la campana la llevaba
amarrada alrededor del cuello con una tira de cuero. Como por lo común estos
animales son mansos pude incluso hacer sonar el mentado cencerro. Hasta eso con
una sonoridad bastante buena.
Cuando regresamos a la casa del
rancho le platiqué a don Alfredo del problema que tenía con el timbre y la
dificultad que teníamos cuando llegaban visitas. “Oiga —me dijo— ¿y un cencerro
no le serviría?”. “A lo mejor es la solución”, le contesté. “Por aquí tengo uno
que le quité hace unos días a otra caponera, se lo voy a regalar”. Y dicho y
hecho. Cuando regresé a la ciudad llevaba conmigo el cencerro el que al día
siguiente lo colgué en el portón.
De esto han pasado cerca de quince años y el
despreciado pero eficaz cencerro sigue ahí tan campante. Estoy esperando que se
lo roben para poner otro que un amigo, en serio y en broma, me regaló en
Navidad.
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